sábado, 10 de octubre de 2020

EL POLIZÓN DE ULISES



 Hay libros para niños, hay libros para adolescentes, libros para adultos, libros de terror, de aventuras, de misterio... Y luego están ese puñado de libros que puedes leer en cualquier momento de tu vida, porque están escritos con la paciencia de la espera para contarte algo que debes escuchar.  En este grupo de libros incluiría El polizón de Ulises de Ana María Matute. Es una novela llena de ternura, de humor, de aprendizaje...

Cuenta la vida de Jujú, un niño abandonado al nacer que es recogido por tres hermanas solteras que van a educarlo con mucho amor, pero cada una con su particular visión de la vida. La soledad y la imaginación se conjugan en este chico que crea su particular barco en el desván de la casa y lo llama el Ulises. Sus deseos de ver el mar y su desbordante imaginación alimentada por los libros que lee. En un recuerdo de la Odisea de Ulises, así aparece descrito su barco, al que pronto llegará un inquietante "polizón": 

Jujú no tenía amigos. Quizá los hubiera tenido de acudir a la escuela, pero distaba tres kilómetros largos de la casa, y en invierno -que es la época precisamente de acudir a la escuela-, el camino solía aparecer cubierto de nieve, y el viento soplaba muy fuerte. La señorita Etel había decidido, como ya sabemos, instruirle ella misma. En vista de ello, Jujú adquirió sus propios amigos. Y estos eran: 
- Contramestre. 
- Almirante Plum. 
- Señorita Florentina. 

Contramaestre alcanzó este grado tras muchos esfuerzos y heroicos servicios bajo el mando de Jujú que, naturalmente, era el Capitán. Contramaestre era un perrito negro, pequeño, sin raza, pero tan simpático e inteligente como se pueda imaginar, y aún más. Solo con una mirada Jujú le hacía entender sus deseos, y nunca hubo amigo más leal, fiel, cariñoso y noble. Era, en realidad, el brazo derecho de Jujú. 
El Almirante Plum era un hermoso y arrogante gallo. Aunque altanero, orgulloso y estúpido, servía para esas ocasiones en que se necesitaba alguien a quien dar cuenta de hechos heroicos. Entonces, almirante Plum se esponjaba, sus ojos relucían coléricos, y hacía bien su papel.
La Señorita Florentina, en realidad, pertenecía a tía Leo. Un día, siendo apenas un polluelo de perdiz, tía Manu la cazó viva. Tía Leo la amestró, pero ella prefería a Jujú, al que adoraba y seguía con ojos enternecidos por todas partes. Jujú acabó admitiéndola en la tripulación, y la consideró su mascota. Ella era algo aturdida, pero buena, docil y humilde. 
Había, pues, muchas cosas bonitas y buenas en la vida de Jujú. La libertad de andar por el bosque, de bajar al verde y misterioso río, más allá del prado; la de leer todos los libros que se apilaban en el desván, y que pertenecieron al abuelo de las tres señoritas. Todos los que no trataban de la Historia del Gran Imperio Romano no interesaban a tía Etel, y por ello había un cofre lleno dede libros de viajes, mapas, cartas marítimas, brújulas, etc., en el desván. Pues el grande y secreto del Gran Bisabuelo fue ser marino, aunque nunca conoció el mar. Jujú leía todos estos libros, soñaba sobre aquellos mapas y cartas marinas, y sentía el mismo deseo de conocer el mar. 
A la hora de la siesta, cuando la casa entera dormía y solo se oía allá afuera el chasquido de las cigarras bajo el sol, Jujú se refugiaba en el desván para leer y leer. Al desván no subía nunca nadie, excepto Jujú. Para trepar a él se debía ascender por una rústica y estrecha escalerilla de mano, y nadie en la casa sentía deseos de hacerlo, excepto él y su tripulación. Porque, naturalmente, Jujú tenía un velero. 
El desván era su reino, su mundo, y allí organizó Jujú su otra vida. Los domingos y días de fiesta y gran parte de sus horas libres, los pasaba Jujú allá arriba. De este modo el altillo del desván tomó poco a poco el aire de un pintoresco y bellísimo navío. Con cajones y una vieja estantería, Jujú fabricó las literas. Una vieja rueda, hallada en un cobertizo, que perteneció, en tiempos, a la tartana del Abuelo, sirvió a Jujú como timón. Al fin, con largos juncos arrancados de las orillas del río u unas viejas lonas, tras muchos esfuerzos y fracasos, un día izó la vela sobre el tejado sacándola por el ventanuco. Fue un día triunfal, y soplaba una suave brisa que golpeaba tibiamente la lona y le llenaba de gloria. 
Días más tarde un fuerte viento la rasgó de arriba abajo, y Jujú lloró amargas lágrimas, escondido en el huerto. Pero era un niño de un gran tesón y fabricó otra, mejor y más fuerte. Desde entonces, tuvo la precaución de arriar su vela todas las tardes. Colocó sobre su mesa de capitán un un farol, cartas marinas, la brújula y el viejo catalejo. Arrimó su mesa justamente bajo el ventanuco del tejado, y, desde allí, dominaba toda la finca. Las montañas lejanas y azules y la gran tierra llana, que se perdía en el horizonte, más allá del río. Reunió allá arriba los objetos más preciosos. Los libros y el cofre del Gran Bisabuelo, dos baúles llenos de extraños y variados objetos (dos sables mohosos, un machete de Filipinas, gemelos de teatro, bolas de cristal, un fanal con un diminuto barco encerrado de, dos jaulas, un diccionario). También encontró, aunque un poco viejos, dos hermosos almohadones de la India, un candil, un viejo colt roto y un maravilloso sillón dorado y relegado al desván porque le faltaba una pata. Pero este defecto fue rápidamente solucionado por Jujú, apoyándolo por aquel lado sobre un cajón. Este fue el Sillón del Capitán que tanto anhelaba, frente a la ventana, junto al catalejo, para dominar el gran mar imaginario. Como tampoco había que vivir desprevenido, Jujú fue haciendo acopio de víveres, y así, tenía allí una despensa provista de chocolate, galletas, dos tarros de confitura, extraídos de las provisiones de la tía Leo, y un extraño licor de frambuesas, también fabricado por tía Leo, que hacía cosquillas en los ojos cuando se bebía y daba alegría al corazón. 
En una caja encontró un par de pipas labradas, hermosísimas, aunque rotas. Pero él las arregló y pasaron a formar parte del botín. Por último, Jujú bautizó su velero, que, tras muchas vacilaciones, se llamó "Ulises". 







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