lunes, 30 de octubre de 2017

LA NOVELA REALISTA: Fernán Caballero, La Gaviota.

FERNÁN CABALLERO: 

Pseudónimo de Cecilia Böhl de Faber nació en Suiza, hija de padre alemán y madre andaluza. La utilización del pseudónimo (sonoramente masculino), cabe entenderlo como un recurso para contrarrestar la extrañeza que en aquella época causaba el hecho de que una mujer se dedicara a escribir novelas.
En 1849 publicó su novela La Gaviota, considerada la primera novela realista en España. 
La obra enlaza con el costumbrismo romántico, siendo casi una ampliación de los típicos cuadros de costumbres. Los principales elementos realistas los encontramos en la descripción detallada de ambientes y personajes, todos ellos de su Andalucía natal (e idealizada), y no tanto en la acción.

El argumento nos cuenta cómo Stein (la figura del extranjero) se enamora de una chica a la que oye cantar en un pueblo andaluz. En busca de la fama, la chica (La Gaviota) va a la ciudad, donde se acaba degradando, tras vivir un amor tortuoso con un torero. Finalmente, acaba regresando fracasada, sin saber someterse a lo que el destino le tenía preparado. 

Aquí tenemos un pequeño fragmento:


Stein contemplaba aquel pueblecito tan tranquilo, medio pescador, medio marinero, llevando con una mano el arado y con la otra el remo. No se componía, como los de Alemania, de casas esparcidas sin orden con sus techos tan campestres, de paja, y sus jardines; ni reposaba, como los de Inglaterra, bajo la sombra de sus pintorescos árboles; ni como los de Flandes formaba dos hileras de lindas casas a los lados del camino. Constaba de algunas calles anchas, aunque mal trazadas, cuyas casas de un solo piso y de desigual elevación, estaban cubiertas de vetustas tejas: las ventanas eran escasas, y más escasas aún las vidrieras y toda clase de adorno. Pero tenía una gran plaza, a la sazón verde como una pradera, y en ella una hermosísima iglesia; y el conjunto era diáfano, aseado y alegre.
Catorce cruces iguales a la que cerca de Stein estaba, se seguían de distancia en distancia, hasta la última, que se alzaba en medio de la plaza haciendo frente a la iglesia. Era esto la via crucis.
Momo volvió, pero no volvía solo. Venía en su compañía un señor de edad, alto, seco, flaco y tieso como un cirio. Vestía chaqueta y pantalón de basto paño pardo, chaleco de piqué de colores moribundos, adornado de algunos zurcidos, obras maestras en su género; faja de lana encarnada, como las gastan las gentes del campo; sombrero calañés de ala ancha, con una cucarda que había sido encarnada y que el tiempo, el agua y el sol habían convertido en color de zanahoria. En los hombros de la chaqueta había dos estrechos galones de oro problemático, destinados a sujetar dos charreteras; y una espada vieja, colgada de un cinturón ídem, completaba este conjunto medio militar y medio paisano. Los años habían hecho grandes estragos en la parte delantera del largo y estrecho cráneo de este sujeto. Para suplir la falta de adorno natural, había levantado y traído hacia adelante los pocos restos de cabellera que le quedaban, sujetándolos por medio de un cabo de seda negra sobre la parte alta del cráneo, de donde formaban un hopito con la gracia chinesca más genuina. 

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