miércoles, 15 de febrero de 2023

MISERICORDIA, Benito Pérez Galdós



Benito Pérez Galdós fue un escritor de ideas liberales y anticlericales, que se inspira en la realidad misma, sobre todo en la del Madrid decimonónico. A través de sus numerosas novelas, hace un retrato crítico de la sociedad de su tiempo. Entre ellas, destacan Marianela, Fortunata y Jacinta, Miau, los Episodios Nacionales y Misericordia. 

Misericordia es un retablo de la miseria de Madrid, en sus infinitas gradaciones, a la par que un retrato del ser humano: capaz de abnegación sin límites y de ingratitud igualmente infinita.

La protagonista es Benina o señá Benina, una criada de una familia venida a menos, que se ve obligada a mendigar para ayudar económicamente a sus amos. Para no dañarlos en su orgullo, dice estar trabajando también para un rico señor. Nina vive entre los pobres mendigos con sus vicios y miserias (a los que también ayuda), y el mundo de los burgueses, igualmente egoístas e ingratos. Así es descrita al inicio de la novela: 

"La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente, era, además de nueva, temporera, porque acudía a la mendicidad por espacio de tiempo más o menos largos, y a lo mejor desaparecía, sin duda por encontrar un buen acomodo o almas caritativas que la socorrieran. Respondía al nombre de la señá Benina y era la más callada y humilde de la comunidad, si así puede decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas de perfecta sumisión a la divina voluntad (...) Con todas y con todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido (...) Tenía la Benina la voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible."



Su actitud con la familia siempre fue intachable: 

Otra vez estaba Benina al servicio de doña Francisca Juárez, como criada única y para todo, pues la familia había dado un bajón tremendo en aquel año, siendo tan notorias las señales de ruina, que la criada no podía verlas sin sentir aflicción rotunda. Llegó la ocasión ineludible de cambiar el cuarto en que vivían por otro más modesto y barato. Doña Francisca, apegada a las ruinas y sin determinación para nada, vacilaba. La criada, quitándole en momentos tan críticos las riendas del gobierno, decidió la mudanza, y desde la calle Claudio Coello saltaron a la del Olmo. Por cierto que hubo no pocas dificultades para evitar un desahucio vergonzoso: todo se arregló con la generosa ayuda de Benina, que sacó del Monte (banco) sus economías (ahorros), importantes tres mil y pico reales, y las entregó a la señora.

Para pedir, Benina acude, junto con los demás mendigos, a las puertas de las iglesias. Allí los pobres mendigos (figuras deformes y andrajosas) montan guardia para pedir limosna a los ricos, que dan unas cuantas monedas para lavar sus conciencias: 

"Los que hacen la guardia por el norte ocupan distintos puestos en el patinillo (patio pequeño) y en las dos entradas de este por las calles de las Huertas y San Sebastián, y es tan estratégica su colocación, que no puede escaparse ningún feligrés como no entre en la iglesia por el tejado. En rigurosos días de invierno, la lluvia o el frío glacial no permite a los intrépidos soldados de la miseria destacarse al aire libre (aunque los hay constituidos milagrosamente para aguantar de pie firme las inclemencias de la atmósfera), y se repliegan con buen orden al túnel o pasadizo que sirve de ingreso al templo parroquial, formando en dos alas a derecha e izquierda. (...) Entre ala derecha y ala izquierda, no baja de docena y media el aguerrido contingente, que componen ancianos audaces, indómitas viejas, ciegos machacones, reforzados por niños de una acometividad irresistible (...), y allí se están desde que Dios amanece hasta la hora de comer (...) Al caer la noche, si no hay Novena con sermón, Santo Rosario con meditación y plática, o Adoración Nocturna, se retira el ejército marchándose cada combatiente a su olivo con tardo paso. (...)

Como en toda región del mundo hay clases, sin que se exceptúen de esta división capital las más ínfimas jerarquías, allí no eran todos los pobres lo mismo. Las viejas, principalmente, no permitían que se alterase el principio de distinción capital. Las antiguas, o sea, las que llevaban ya veinte o más años de pedir en aquella iglesia, disfrutaban de preeminencias (privilegios) que por todos eran respetadas y las nuevas no tenían más remedio que conformarse."

Aquí tenemos una muestra de esas personas (fíjate en la descripción realista, un retrato tirando a caricatura): 

"Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según se entra, formando un grupo separado de los demás pobres, una de ellas ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas vestidas de andrajos, y abrigadas con pañolones negros o grises. La señá Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, pue en donde quiera que para cualquier fin se reúne media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás, y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla que resolvía y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos y otros, pues siempre tenía que decir algo picante y malévolo cuando los demás repartijaban, y nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Su ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en sus encías quedaba, parecían correr de un lado a otro de la boca, asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo, cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando las ideas con un temblor insultante. 

Tipo contrario al de la Burlada era el de señá Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apreciaba fácilmente su delgadez por llevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara larguísima como si por máquina se la estiraran todos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible y feo que puede imaginarse".




    Por otro lado, los amos, pertenecientes a una clase media venida a menos, tampoco son ejemplares. Son burgueses arruinados por su propia ineficacia y su improductividad. Se les ve preocupados únicamente por conservar sus antiguos privilegios de clase ociosa. Es el caso de su señora, doña Francisca Juárez, viuda ahora arruinada, pero que aún quiere aparentar. 

"Ya pasaba de los sesenta la por tantos títulos infeliz doña Francisca Juárez de Zapata, conocida en los años de aquella su decadencia lastimosa por doña Paca, a secas, con lacónica y plebeya familiaridad. Ved aquí en qué paraban las glorias y altezas de este mundo, y qué pendiente hubo de recorrer la tal señora, rodando hacia la profunda miseria, desde que ataba los perros con longaniza, por los años 59 y 60, hasta que la encontramos viviendo inconscientemente de limosna, entre agonías, dolores y vergüenzas mil. Ejemplos sin número de estas caídas nos ofrecen las poblaciones grandes, más que ninguna esta de Madrid, en que apenas existen hábitos de orden; pero a todos los ejemplos supera el de doña Francisca Juárez, tristísimo juguete del destino. Bien miradas estas cosas y el subir y bajar de las personas en la vida social, resulta gran tontería echar al destino la culpa de lo que es obra exclusiva de los propios caracteres y temperamentos, y buena muestra de ello es doña Paca, que en su propio ser desde el nacimiento llevaba el desbarajuste de todas las cosas materiales. 

Benina habla así con la señora: 

"- Dios es bueno.

- Conmigo no lo parece. No se cansa de darme golpes; me apalea; no me deja respirar. Tras un día malo viene otro peor. Pasan años aguardando el remedio, y no hay ilusión que no se me convierta en desengaño. Me canso de sufrir, me canso también de esperar. Mi esperanza es traidora, y como me engaña siempre, ya no quiero esperar cosas buenas, y las espero malas para que vengan… siquiera regulares.

- Pues yo que la señora -dijo Benina dándole al fuelle- tendría confianza en Dios y estaría contenta. (...) Yo siempre creo que cuando menos lo pensemos nos vendrá un golpe de suerte, y estaremos tan ricamente, acordándonos de estos días de apuros y desquitándonos de ellos con la gran vida que nos vamos a dar. 

- Ya no aspiro a la buena vida, Nina -declaró llorando la señora-, solo aspiro al descanso. 

- ¿Quién piensa en la muerte? Eso no; yo me encuentro muy a gusto en este mundo fandanguero, y hasta le tengo ley a los trabajillos que paso. Morirse, no.

- ¿Te conforma con esta vida?

- Me conformo, porque no está en mi mano darme otra. Venga todo antes que la muerte con tal de que no falte un pedazo de pan, y pueda uno comerse con dos salsas muy buenas: el hambre y la esperanza.

- ¿Y soportas, además de la miseria, la vergüenza, tanta humillación, deber a todo el mundo, no pagar a nadie, vivir de mil enredos, trampas y embustes, no encontrar quien te fíe valor de dos reales, vernos perseguidos de tenderos y vendedores?

- ¡Vaya si lo soporto!... Cada cual, en esta vida se defiende como puede. ¡Estaría bueno que nos dejáramos morir de hambre, estando las tiendas llenas de sustancia! Eso no. Dios no quiere que a nadie se le enfríe el cielo de la boca por no comer, y cuando no nos da dinero, un suponer, nos da la sutileza del caletre para inventar modos de allegar lo que hace faltar sin robarlo…

- Es que tú no tienes vergüenza, Nina; quiero decir, decoro, quiero decir, dignidad. 

- Yo no sé si tengo eso; pero tengo boca y estómago natural, y sé también que Dios me ha puesto en este mundo para que viva y no para que deje morir de hambre. Los gorriones, un suponer, ¿tienen vergüenza? ¡Quiá!... Lo que tienen es pico… Y mirando las cosas como deben mirarse, yo digo que Dios no tan solo ha criado la tierra y el mar, sino que son obra suya mismamente las tiendas de ultramarinos, el Banco de España, las casas donde vivimos y, pongo por caso, los puestos de verdura… Todo es de Dios. (…)

- Lo que yo digo, Nina, es que las cosas son del que las tiene…, y las tiene todo el mundo menos nosotras… ¡Ea!, date prisa, que siento debilidad. ¿En dónde me pusiste las medicinas?... Ya, están sobre la cómoda. (…) ¿Pero has visto lo que hace Dios conmigo? ¡Si esto parece burla! Me ha enfermado de la vista, de las piernas, de la cabeza, de los riñones, de todo menos del estómago. Privándome de recursos, dispone que yo digiera como un buitre. 

- Lo mismo hace conmigo. Pero yo lo llevo mal, señora. ¡Bendito sea el Señor, que nos da el bien más grande de nuestros cuerpos: el hambre santísima! 



Además de la miseria material (la pobreza de la que hablan), todas estas personas muestran una profunda miseria espiritual. El caso más extremo es precisamente el de los amos de Benina: se muestran como unas gentes ingratas que, cuando mejoran económicamente, la abandonan a su suerte porque ya no les resulta útil.

Un día, Benina y Almudena (un ciego amigo con el que comparte sus preocupaciones y miserias) son detenidos por la policía que persigue la mendicidad. Coincide además con un giro inesperado de la acción: se anuncia a doña Francisca que le ha correspondido una cuantiosa herencia. La viuda, con sus hijos, yerno y nuera, se disponen a cambiar de vida, libres al fin de privaciones. Pues bien, cuando Benina sale del calabozo, doña Paca y los suyos -que han descubierto la vida mendicante de la fiel criada- se avergüenzan de ella y la abandonan a su suerte, demostrando una profunda miseria espiritual (que supera a la anterior miseria material). Benina, sin embargo, no protesta, no se impone. Pero no se resiste a ver una vez más a su señora. 

“Debe decirse que el ingrato proceder de doña Paca no despertaba en Nina odio ni mala voluntad, y que la conformidad de esta con la ingratitud no le quitaba las ganas de ver a la infeliz señora, a quien entrañablemente quería, como compañera de amarguras en tantos años. Ansiaba verla, aunque fuese de lejos, y llevada de esta querencia, se llegó a la calle de la Lechuga para atisbar a distancia discreta si la familia estaba en vías de mudanza o se había mudado ya. ¡Qué a tiempo llegó! Hallábase a la puerta el carro, y los mozos metían trastos en él con la bárbara presteza que emplean en esta operación. Desde su atalaya reconoció Benina los muebles decrépitos, derrengados, y no pudo reprimir su emoción al verlos. Eran casi suyos, parte de su existencia, y en ellos veía, como en un espejo, la imagen de sus penas y alegrías; pensaba que si se acercase, los pobres trastos habían de decirle algo o que llorarían con ella. Pero lo que la impresionó vivamente fue ver salir por el portal a doña Paca y a Obdulia (su hija). 

Turbada y confusa, Nina se escondió en un portal para ver sin ser vista. ¡Qué desmejorada encontró a doña Francisca! Llevaba un vestido nuevo; pero de tan nefanda hechura, como cortado y cosido de prisa, que parecía la pobre señora vestida de limosna. Cubría su cabeza con un manto, y Obdulia ostentaba un sombrerote con disformes ringorrangos y plumas. Andaba doña Paca lentamente, la vista fija en el suelo, abrumada, melancólica, como si la llevaran entre guardias civiles (…)

- ¡Pobre señora mía! -dijo al ciego en cuanto se reunió con él—. La quiero como hermana, porque juntas hemos pasado muchas penas. Yo era todo para ella y ella todo para mí. Me perdonaba mis faltas y yo le perdonaba las suyas… ¡Qué triste va, quizá pensando en lo mal que se ha portado con la Nina! Parece que esté peor del reúma, por lo que cojea, y su cara es de no haber comido en cuatro días. Yo la traía en palmitas, yo la engañaba con buena sombra, ocultándole nuestra miseria y poniendo mi cara en vergüenza por darle de comer conforme a lo que era su gusto y costumbre… En fin, lo pasado, como dijo el otro, pasó. Vámonos, Almudena, vámonos de aquí (…) Andando, andando, hijo, se llega de una parte del mundo a otra, y si por un lado sacamos el provecho de tomar el aire y de ver cosas nuevas, por otro sacamos la certeza de que todo es lo mismo y que las partes del mundo son, un suponer, como el mundo en junto; quiere decirse que, en dondequiera que vivan los hombres, o, verbigracia, mujeres, habrá ingratitud, egoísmo, y unos que manden a los otros y les cojan la voluntad. Por lo que debemos hacer lo que nos manda la conciencia y dejar que se peleen aquellos por un hueso, como los perros; los otros por un juguete, como los niños, o estos por mangonear, como los mayores, y no reñir con nadie, y tomar lo que Dios nos ponga delante, como los pájaros…

Nina ya no siente rencor, sino desprecio por la vanidad de los seres humanos. Al final de la novela, ella se muestra orgullosa del deber cumplido y siente que el bien ha triunfado sobre el mal. 

"Las adversidades se estrellaban ya en el corazón de Benina, como las vagas olas en el robusto cantil (escalón en la costa). Rompíanse con estruendo, se quebraban, se deshacían en blancas espumas, y nada más. Rechazada por la familia que había sustentado en días tristísimos de miseria y dolores sin cuento, no tardó en rehacerse de la profunda turbación que ingratitud tan notoria le produjo; su desprecio de la humana vanidad la ponía; vio en ridícula pequeñez a los seres que la rodeaban, y su espíritu se hizo fuerte y grande. Había alcanzado glorioso triunfo; sentíase victoriosa, después de haber perdido la batalla en el terreno material. " 




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