martes, 14 de febrero de 2023

LA NOVELA REALISTA: Clarín, La Regenta.



Leopoldo Alas Clarín fue un intelectual de ideas liberales. A los 31 años publicó su obra maestra, La Regenta, donde realiza una crítica a la sociedad hipócrita y corrupta de la España del siglo XIX.

La historia comienza en la provinciana ciudad de Vetusta (nombre que oculta la ciudad de Gijón). Así comienza la novela:

"La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles, que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina, revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles..."



La joven y hermosa Ana Ozores (La Regenta) viene de una infancia en soledad (perdió pronto a sus padres y fue educada estrictamente). Es portadora, ya desde su adolescencia, de la mala fama de su madre, y luchará por evitar ser, como su familia, la comidilla de la sociedad. Por eso ha aceptado casarse con el anciano regente de la Audiencia Provincial de Vetusta, don Víctor Quintanar. Aunque esperaba encontrar la tranquilidad y el respeto que no ha tenido hasta entonces, en realidad vive en una infelicidad y frustración constantes. 


Así recuerda Ana su infancia (al quedarse huérfana, fue recogida y criada por unas tías suyas): 

"Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejóse caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes. (...) Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados. 
Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la oscuridad, y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana, que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad, para la pobre niña. Entonces debía de tener, según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado y aquel dolor aún la enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublevaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. (...) Nunca habían oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba algo parecido dondequiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y hermoso; debía de ser un terranova. ¿Qué habría sido de él? El perro se tendía al sol, con la cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente.(...) Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa buscando consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias.

Pronto siente la frustración en su matrimonio. Pasan los años y el marido de Ana no hace otra cosa que dedicarse a la caza y a leer obras de teatro barroco, sin prestar la menor atención a la joven, que se siente frustrada como mujer y también en su instinto maternal. Además, en la pequeña y vulgar ciudad de Vetusta siente que se ahoga y algo se rebela en su interior:

"Pero no importaba, ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablaban todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena de vivir, había oído y leído muchas veces. Pero, ¿qué amor?, ¿dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su luna de miel había sido una excitación inútil, una alarma de los sentidos, un sarcasmo en el fondo (...)
Y la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas rápidas delante de la luna... ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron: Ana vio que la luna era la que corría a caer en aquella sima de oscuridad, a extinguir su luz en aquel mar de tinieblas. 
Lo mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la oscuridad del alma, sin amor, sin esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!
De lo que estaba convencida era de que en Vetusta se ahogaba; tal vez el mundo entero no fuese tan insoportable como decían los filósofos y los poetas tristes; pero lo que es de Vetusta, con razón se podía asegurar que era el peor de los poblachones posible con deleite que no se ocultaba. Un mes antes había pensado que el Magistral iba a sacarla de aquel hastío, llevándola consigo, sin salir de la catedral, a regiones superiores, llenas de luz (...)"




Para vencer el aburrimiento y dar sentido a su vida, Ana se refugia en la religión: quiere vivir la santidad (como Santa Teresa de Jesús) y para ello pone su confianza en su guía espiritual, Magistral don Fermín de Pas, su confesor. A pesar de su cargo religioso, este se muestra como un personaje controlador, con ansias de poder y dominar a todos los vetustenses, pero en especial a Ana Ozores. La belleza y personalidad de Ana despiertan en él verdaderos sentimientos pasionales. 



Por otro lado, en medio de la monotonía y aburrimiento de Vetusta, Ana conoce a don Álvaro Mesía, hombre frívolo y mujeriego (un donjuán viejo y provinciano). Ana, un poco confundida en sus sentimientos, se siente seducida por él, aunque a él lo guía más su propia vanidad que el amor. De hecho, a pesar de ser el jefe del partido liberal de Vetusta, no representa valores idealistas y revolucionarios, sino que se muestra como un hombre materialista, superficial y cómplice de los intereses de las clases conservadoras. 


Durante mucho tiempo, Ana Ozores lucha en su interior contra esta fuerza pasional, amparándose en su espiritualidad y en los consejos del Magistral, quien siente verdaderos celos

Don Fermín bajaba del campanario, donde, según solía de vez en cuando, había estado registrando con su catalejo los rincones de las casas y de las huertas. Había visto a la Regenta en el parque pasear, leyendo un libro que debía de ser la historia de santa Juana Francisca, que él mismo le había regalado. Pues bien, Ana, después de leer cinco minutos, había arrojado el libro con desdén sobre un banco. 
- ¡Oh! ¡oh! ¡Estamos mal! –había exclamado el clérigo desde la torre conteniendo en seguida la ira, como si Ana pudiera oír sus quejas.

Después habían aparecido en el parque dos hombres, Mesía y Quintanar. Don Álvaro había estrechado la mano de la Regenta, que no la había retirado tan pronto como debiera; “¡aunque no fuese más que por estar viéndolos él!”. Don Víctor había desaparecido y el seductor de oficio y la dama se habían ocultado poco a poco entre los árboles, en un recodo de un sendero. El Magistral sintió entonces impulsos de arrojarse de la torre. Lo hubiera hecho a estar seguro de volar sin inconveniente. 

Ana pasa por varias crisis espirituales en esta lucha de sentimientos entre su instinto natural (el amor que le ofrece Mesía) y la fuerza de la opresión social y religiosa (que representa el Magistral). Mientras, la sociedad de Vetusta, regida por la envidia, la inmoralidad y la hipocresía, espera que Ana caiga en el fango de la infidelidad

"Ana se sentía caer en un pozo, según ahondaba, ahondaba en los ojos de aquel hombre que tenía allí debajo; le parecía que toda la sangre se le subía a la cabeza, que las ideas se mezclaban y confundían, que las nociones morales se deslucían, que los resortes de la voluntad se aflojaban; y viendo como veía un peligro, y desde luego una imprudencia en hablar así con don Álvaro, en mirarle con deleite que no se ocultaba, en alabarle y abrirle el arca secreta de los deseos y los gustos, no se arrepentía de nada de esto, y se dejaba resbalar, gozándose en caer, como si aquel placer fuese una venganza de antiguas injusticias sociales, de bromas pesadas de la suerte, y sobre todo de la estupidez vetustense que condenaba toda la vida que no fuese la monótona, sosa y necia de los insípidos vecinos de la Encimada y la Colonia. 
Ana sentía deshacerse el hielo, humedecerse la aridez; pasaba la crisis, pero no como otras veces, no se resolvería en lágrimas de ternura abstracta. (...)"



Finalmente, los sentimientos de ella se imponen (tras percatarse de que el Magistral don Fermín trataba de seducirla). Mesía logra su propósito, a pesar de las reticencias de Ana y del peligro dentro de la casa que suponía la altiva y resentida sirvienta de los Ozores, Petra

"No faltaba más que lo peor, persuadir a la Regenta a que abriera el balcón. Como a ella no se le podía hablar de las garantías de seguridad que don Álvaro tenía dentro de la casa, nada o poco se podía oponer a los argumentos relativos a las sospechas probables de la antipática Petra. Pero al fin don Álvaro, que había triunfado de lo más, triunfó de lo menos: llegó a comprender Ana que era imposible, y tal vez ridículo, negarse a recibir en su alcoba a un hombre a quien se había entregado ella por completo. Mucho valía la castidad del lecho nupcial, o exnupcial mejor dicho, pero ¿no valía más la castidad de la esposa misma? Entre estos sofismas, la pasión y la constancia en el pedir dieron la victoria a Mesía, que si no pudo acallar los sobresaltos de Ana, quien a cada ruido creía sentir el espionaje de Petra, conseguía a menudo hacerla olvidarse de todo para gozar del delirio amoroso en que él sabía envolverla, como en una nube envenenada con opio. 
Y así pasaban los días, asustada Ana de que tan poco después de la caída fuese ella capaz de recibir a un hombre en su alcoba, ella, que tantos años había sabido luchar antes de caer."
 
Finalmente, Petra, llena de odio hacia Ana, le cuenta la infidelidad al esposo, Quintanar. Este fustigado por el vengativo Magistral -que se cree asimismo traicionado por la que considera en propiedad "su mujer"-, reta en duelo a don Álvaro: 

"Cuando llegaron a la meseta, lugar del duelo, don Víctor y los suyos encontraron solo el terreno. Quince minutos después aparecieron entre los árboles desnudos don Álvaro y sus padrinos. Mesía estaba hermoso con su palidez mate, y su traje negro cerrado, elegante y pulquérrimo. 
A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo. En aquel instante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono!, ¡perdono...!, como Jesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo, pero desfallecía de tristeza; ¡qué amarga era la ironía de la suerte! ¡Él, él iba a disparar sobre aquel guapo mozo que hubiera hecho feliz a Anita, si diez años antes la hubiera enamorado! ¡Y él... él, Quintanar, estaría a estas horas tranquilo en el Tribunal Supremo o en la Almunia de don Godino...! Todo aquello de matarse era absurdo... Pero no había remedio. La prueba era que ya le llamaban, ya le ponían la pistola fría en la mano..." (...) Mesía mismo se explicaba mal cómo había llegado hasta allí. 
Pensando en esto, y mientras apuntaba a don Víctor, sin verle, sin ver nada, sin fuerza para apretar el gatillo, oyó tres palmadas rápidas y enseguida una detonación. La bala de Quintanar quemó el pantalón ajustado del petimetre (persona que se preocupa mucho de su compostura y las modas). 
Mesía sintió de repente una fuerza extraña en el corazón; era robusto, la sangre bulló dentro con energía. El instinto de conservación despertó con ímpetu. "Había que defenderse. Si el otro volvía a disparar iba a matarle; ¡era don Víctor, el gran cazador!"
Mesía avanzó cinco pasos y apuntó. En aquel instante se sintió tan bravo como cualquiera. ¡Era la corazonada! El pulso estaba firme; creía tener la cabeza de don Víctor apoyada en la boca de su pistola; suavemente oprimió el gatillo frío y... creyó que se había escapado el tiro. "No, no había sido él quien había disparado, había sido la corazonada."
Ello era que don Víctor Quintanar se arrastraba sobre la yerba cubierta de escarcha, y mordía la tierra.




Mesía, muestra su cobardía huyendo a Madrid y dejando a Ana a merced de la cruel sociedad de Vetusta. De hecho, toda la ciudad de Vetusta reacciona ante el adulterio de Ana Ozores con una actitud bastante hipócrita, que oculta la envidia: 

“Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les causaba aquel escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste. Pero ostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido. ¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, un ex-regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga! (…) Ya se sabía que muchas damas principales de la Encimada y de la Colonia engañaban o habían engañado o estaban a punto de engañar a su respectivo esposo, ¡pero no a tiros! La envidia que hasta allí se había disfrazado de admiración, salió a la calle con toda la amarillez de sus carnes."

La Regenta queda reducida nuevamente, y esta vez para siempre, a la soledad más absoluta, no solo sentida en su interior, pues toda Vetusta le da la espalda, incluido su confesor. Así termina la novela:

"Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada. Celedonio (sacristán) sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.
     Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.
     Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo." 






Para repasar las características que hemos visto sobre el Realismo y conocer mejor la obra de Clarín, vamos a ver un vídeo bastante ilustrativo titulado El Realismo y La Regenta.






En este otro vídeo, publicado por la Uned, encontramos un perfecto análisis de la obra y de sus protagonistas:

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