viernes, 9 de julio de 2021

QUEVEDO

Se cuentan numerosas anécdotas sobre su vida que inciden en el carácter ingenioso del autor. 

Una de ellas apunta a que por algún tipo de agravio que se desconoce, tal vez alguna impertinencia mal recibida por el Rey, este desterró a Quevedo fuera de España diciéndole:

“Quevedo, me tenéis harto, os destierro; No volváis a pisar tierra española hasta que se os levante la pena”

El poeta se fue a Portugal y allí cargó, con dos testigos, un carro con tierra portuguesa, y volvió a Madrid. Al llegar a palacio, y sin descender del carro solicitó que el Monarca saliese a una ventana para rogarle el perdón. El Rey, indignado le soltó una reprimenda diciéndole:

“Pero ¿cómo os atrevéis, Quevedo, a presentaros ante mí, cuando tenéis prohibido pisar tierra española?”

A lo que el poeta contestó:

“Señor no os parezca mal

Que venga a pedir perdón

Y os lo haga en el balcón.

Y es tierra de Portugal”

Afirmó señalando la tierra que había en el carro. Al parecer la chanza hizo tanta gracia al Rey, que levantó el castigo.

Pero quizás la más conocida hace referencia a uno de los recursos más significativos del estilo conceptista: el CALAMBUR. Se trata de un recurso que consiste en la agrupación de sílabas de una o más palabras de tal manera que se altera totalmente el significado de estas. Por ejemplo: "Oro parece, plata no es". 

Esta historia está narrada por Santiago Posteguillo en La sangre de los libros, donde queda perfectamente ejemplificado este recurso tan del gusto de nuestro autor barroco: 


UN CALAMBUR

Madrid, año del Señor de mil seiscientos cincuenta y… algo.

Un hombre camina con aplomo por una de las bocacalles de la plaza Mayor de la capital del reino de España. Se detiene ante una taberna y entra decidido. Los amigos lo reciben de forma alegre, aunque haciendo bromas sobre su retraso. (…)

- Ayer, en el Prado, lo volví a comprobar -dice uno de los amigos-. La reina está cada día más coja. 

Todos rieron. Cierto era. La reina consorte Mariana de Austria, esposa de su real majestad Felipe IV, sufría una cojera evidente. 

- Pues yo he oído que la reina se enfurece enormemente si alguien se refiere a su cojera -dijo otro de los amigos-, incluso si lo hace en voz baja. Cuentan que cuando oye cuchicheos a su alrededor, aunque nada tengan que ver con su pierna, los mira a todos con aire de querer llevárselos a los tercios de Flandes o al fin del mundo; así que ve con cuidado, no vaya a ser que ande por aquí, en las otras mesas, algún alguacil del rey y aún nos veamos en el lance de tener que desenfundar las espadas y batirnos a muerte por unas palabras demasiado impertinentes. 

- ¡Pues yo soy capaz de llamar coja a la reina en su cara! -exclamó el que había llegado con retraso y había pagado las últimas jarras de vino. 

Aquel era un hombre osado, buen espadachín y, para colmo de desatinos, conocido poeta. Sus versos, con frecuencia altaneros o procaces, eran no obstante, todo hay que decirlo, siempre bien rimados, y a menudo andaban de boca en boca por toda la villa; incluso, en ocasiones donde brillaba su conocida locuacidad, por todo el reino. 

- ¿En su cara? -le preguntó el amigo que le había dado la bienvenida al llegar-. Mira que has bebido mucho. (…)

- Coja, insisto, se lo digo yo a la reina y a la cara y delante de todos vosotros y más gente. Y os apuesto… una cena. (…)

Pactaron que tenía una semana para conseguir aquella locura. Fueron éstos días en los que los amigos no lo vieron por allí. (…)

Luego pensaron que don Francisco de Quevedo, que así se llamaba el caballero poeta que había osado lanzar la apuesta, no aparecía por vergüenza o por miedo, pero una tarde en la que los reyes paseaban por el Prado, el grupo estaba reunido allí, como tantos otros nobles y no tan nobles de la villa, para ver desfilar a todos lo que eran alguien en la capital de la corte. Para su sorpresa, los amigos vieron que su colega y poeta, con dos flores en la mano, una rosa y un clavel, se acercaba hacia sus majestades. Había un gran gentío. El poeta miró a su alrededor, satisfecho: sin duda, quería testigos. (…)

Francisco de Quevedo consiguió llegar hasta la pareja real, pues sus poemas eran conocidos y, normalmente, apreciados por los monarcas, de forma que el rey, con un gesto de la mano, alejó a la guardia y permitió que el poeta se dirigiera a la reina. Además, Quevedo se aproximaba con flores en la mano, y un poeta armado con flores no parecía un peligro excesivo. Felipe IV olvidó que también venía pertrechado de palabras, versos y metáforas. 

Francisco de Quevedo se detuvo ante la mismísima Mariana de Austria, hizo una gran reverencia ante a la reina, le ofreció las dos flores, una en cada mano, y, mirándola fijamente a la cara, le dijo: 

- Está su majestad tan radiante como siempre y le he traído un presente para festejar semejante lozanía. -Miró entonces de reojo a sus amigos y de nuevo a la reina. Allá iba: a por la apuesta-: Entre el clavel y la rosa, su majestad escoja

La leyenda cuenta que la reina aceptó de buen grado el regalo y que se tomó con buen humor el ingenio del poeta al responder: 

- Que soy coja ya lo sé y el clavel escogeré. 


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