Frente al teatro itinerante del siglo pasado, el éxito del teatro barroco va ligado a los llamados corrales de comedias. Estos corrales son, realmente, patios de casas de vecinos adaptadas para representar obras de teatro con carácter permanente.
En este vídeo podemos ver una recreación de estos corrales de comedias:
Siguiendo la fotografía, podemos distinguir las siguientes partes:
1. ENTRADA (por la casa): una para hombre y
otra para mujeres.
2. ZAGUÁN con guardarropa, mesón o aloxería
(donde se vendía la aloja, bebida no alcohólica a base de agua, miel, canela y
pimienta blanca).
3. PATIO al aire libre con toldos, donde había
distintas zonas:
- Mosqueteros, de pie. (degolladero)
- Bancos corridos en los laterales y frente al
escenario.
- Gradas.
4. APOSENTOS, ventanas y galerías con tupidas
celosías. Entre ellos, los aposentos de la Villa para la autoridades.
7. CAZUELA Y CAZUELA ALTA (con la figura del "apretador")
8. TERTULIAS Y DESVANES, en el piso más alto,
para clérigos e intelectuales.
9. ESCENARIO: (decorados sencillos)
- Tablado.
- Foso (camerino de los hombres) con trampilla
o escotillón.
- Fachada de teatro (2 ó 3 niveles) con huecos
practicables.
El Corral de comedias de Almagro aún se conserva y se siguen realizando representaciones de teatro clásico:
En El Capitán Alatriste, aparece también una pequeña descripción del Corral del Príncipe en Madrid:
"Desde el monarca hasta el último villano, la España del Cuarto Felipe amó con locura el teatro. Las comedias tenían tres jornadas o actos, y eran todas en verso, con diferentes metros y rimas. Sus autores consagrados, como hemos visto al referirme a Lope, eran queridos y respetados por la gente; y la popularidad de actores y actrices era inmensa. Cada estreno y reposición de una obra famosa congregaba al pueblo y la corte, teniéndolos en suspenso, admirados, las casi tres horas que duraba cada representación: que en aquel tiempo solía desarrollarse a la luz del día, por la tarde después de comer en locales al aire libre conocidos como corrales. Dos había en Madrid: el del Príncipe, también llamado de la Pacheca, y el de la Cruz.
(...)A las dos de la tarde, la calle del Príncipe y las entradas al corral eran un hervidero de comerciantes, artesanos, pajes, estudiantes, clérigos, escribanos, soldados, lacayos, escuderos y rufianes que para la ocasión se vestían con capa, espada y puñal, llamándose todos caballeros y dispuestos a reñir por un lugar desde el que asistir a la representación. A ese ambiente bullicioso y fascinante se sumaban las mujeres que con revuelo de faldas, mantos y abanicos entraban a la cazuela, y era allí asaeteadas por los ojos de cuanto galán se retorcía los bigotes en los aposentos y en el patio del recinto. También ellas reñían por los asientos, y a veces hubo de intervenir la autoridad para poner paz en el espacio que les era reservado. En suma, las pendencias por conseguir sitio o entrar sin previo pago, las discusiones entre quien había alquilado un asiento y quien se lo disputaba eran tan frecuentes, que llegase a meter mano a los aceros por un quítame allá esas pajas, y las representaciones tenían que contar con la presencia de un alcalde de Casa y Corte asistido por alguaciles.
(...) Pagamos un cuarto en la primera puerta, tres en la segunda para limosna de hospitales, y veinte maravedís para obtener asientos de banco. Por supuesto que nuestras localidades se hallaban ocupadas, aunque bien las pagamos; pero no queriendo andar en pendencias conmigo de por medio, el capitán, don Francisco (Francisco de Quevedo) y los otros decidieron que nos quedaríamos atrás, junto a los mosqueteros. Yo miraba todo con ojos tan abiertos como es de suponer, fascinado por el gentío, los vendedores de aloja y golosinas, el ruido de conversaciones, el revuelo de guardainfantes, faldas y basquiñas en la cazuela de las mujeres, las trazas elegantes de la gente de calidad asomada a las ventanas de los aposentos. Se decía que el rey en persona solía asistir desde allí, de incógnito, a representaciones que eran de su agrado. (...) Acechábamos las ventanas, esperando descubrir allí a nuestro joven monarca, o a la reina; pero no reconocíamos a ninguno de ellos en los rostros aristocráticos que de vez en cuando se dejaban ver entre las celosías. A quien sí vimos fue al propio Lope, a quien el público rompió a aplaudir cuando apareció allá arriba."
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