Los ojos verdes
Fernando, el hijo mayor de los marqueses de Almenar, había salido a cazar por la falda del Moncayo, en Soria. Lo acompañaban Íñigo, su criado, y una partida de cazadores, caballos y perros. Fernando había conseguido darle a un ciervo. Y el ciervo, herido, había echado a correr tratando de huir.
—Señor, no hay duda de que lo ha lastimado —dijo Íñigo—. Mire el rastro de sangre entre las zarzas del monte. ¡Ha sido un tiro perfecto! ¡Tiene una puntería extraordinaria!
Íñigo siguió con la mirada el rastro del animal herido e hizo una pausa.
—¡No puede ser! —exclamó asustado—. ¡El ciervo se dirige a la fuente de los Álamos! Si no se lo impedimos, tendremos que darlo por perdido.
Acto seguido, llamó a los demás hombres y les ordenó que intentaran cortarle el paso al animal a la altura de unos árboles que había a cierta distancia.
Tras la orden, en los valles del Moncayo resonó el bramido de las trompas, los ladridos de los perros y las voces de los criados. Todos corrieron a atrapar al ciervo, pero no lo lograron. Cuando el perro más rápido llegó a los árboles que había señalado Íñigo, el ciervo ya había desaparecido por un camino que llevaba a la fuente de los Álamos.
—¡Alto! —gritó Íñigo—. ¡Alto todo el mundo! No podemos hacer más. El destino ha querido que el ciervo se escape.
Los hombres dejaron de tocar la trompa, los caballos se detuvieron y los perros abandonaron la persecución a regañadientes. Fernando, el hijo de los marqueses de Almenar, se acercó a Íñigo. Por su mirada se notaba que estaba enfadado.
—¿Qué haces, imbécil? —le gritó a su criado—-. Si no atrapamos a ese ciervo, morirá en el bosque. Yo no he venido a cazar para dar de comer a los lobos.
—Señor —murmuró Íñigo entre dientes—, no podemos pasar de aquí.
Fernando miró a Íñigo con expresión de sorpresa.
—¿Se puede saber por qué? —le preguntó.
—Porque ahí detrás está la fuente de los Álamos.
Y, a continuación, Íñigo le explicó a su señor que en las aguas de la fuente habitaba un espíritu maligno. Y que ese espíritu castigaba a cualquier persona que se atreviera a tocarlas.
—Todos los cazadores del Moncayo lo saben —añadió—, y todos se mantienen alejados de la fuente.
Fernando escuchó las palabras de su criado y luego exclamó:
—¡Pues yo no pienso renunciar a ese ciervo! ¡Prefiero perder la riqueza de mis padres o vender mi alma al diablo! Tal vez logre alcanzarlo antes de que llegue a la fuente. Y, si no, me da lo mismo: no creo en supersticiones ni leyendas de pueblo.
Dicho esto, Fernando azuzó a su caballo y ambos se alejaron hacia la fuente. Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron entre la maleza. Después miró a los hombres que lo rodeaban.
—Vosotros lo habéis visto —dijo— y sois mis testigos. He advertido a mi señor del peligro y no me ha hecho caso. Que quede claro que no soy responsable de lo que pase. No hay que jugar con el diablo.
Pasaron los días. Íñigo estaba preocupado por su señor, Fernando. Desde que se había adentrado en la fuente de los Álamos en busca del ciervo herido, lo veía pálido, triste, solitario.
—¿Qué le pasa, señor? —le preguntó—. Todas las mañanas se marcha solo a la montaña y no vuelve a casa hasta que se esconde el sol. Llega cansado, pero no ha cazado nada. ¿Qué hace tantas horas fuera de casa?
Fernando jugaba con el cuchillo de monte y le sacaba astillas al banco de madera donde estaba sentado. Era como si no estuviese allí, como si no escuchase las palabras del criado. Íñigo calló y se hizo el silencio. Un rato después, su señor levantó la cabeza y dijo:
—Íñigo, tú que eres viejo y conoces bien el Moncayo, ¿has oído hablar de una mujer que vive entre sus rocas?
—¡Una mujer! —exclamó con asombro el criado.
—Sí, una mujer —repitió Fernando—. Mira, Íñigo, voy a contarte un secreto. Pensaba que podría guardarlo, pero no es así. Tal vez tú me ayudes a resolver el misterio, a descubrir quién es esa criatura que solo yo he visto. Sin decir nada, Íñigo cogió su banco y se acercó a su señor. Se notaba que estaba asustado.
—Todo cambió el día que fui a la fuente de los Álamos —reconoció Fernando.
Y entonces le describió a su criado lo que había visto. Le describió el nacimiento de la fuente entre unas rocas y el goteo del agua sobre las hojas de las plantas. Le describió esas gotas cristalinas, que formaban un cauce y avanzaban a pequeños saltos hasta desembocar en un lago. Le describió el rumor del agua, su murmullo, su música.
—Cada día voy hasta el lago y me siento en una roca. Veo saltar el agua hacia una balsa profunda y tranquila que hay debajo —añadió Fernando—. La soledad es inmensa, pero no me siento aislado. Me acompañan los sonidos de la naturaleza, las hojas plateadas de los álamos, las rocas firmes del monte y las ondas suaves del agua.
Fernando hizo una pausa y continuó:
—El día que salí corriendo tras el ciervo herido, creí ver un brillo en el fondo de esas aguas. Creí ver los ojos de una mujer. Tal vez fuera el reflejo de un rayo de sol o una de esas flores que crecen junto a las algas, no sé. El caso es que yo sentí una mirada que se clavaba en la mía, una mirada que me ha cautivado y no me deja dormir.
Fernando le confesó a Íñigo que una tarde se había encontrado a una mujer en la roca donde él solía sentarse. Una mujer muy hermosa. Tenía el cabello dorado y las pestañas le brillaban como hilos de luz.
—¡Y sus ojos eran los mismos que días atrás yo había visto en el fondo del agua! —exclamó Fernando—. Unos ojos…
—¡Verdes! —lo interrumpió Íñigo.
El criado se había levantado de un salto, aterrado. Fernando lo miró sorprendido.
—¿La conoces? —le preguntó.
—¡No! —respondió Íñigo—. ¡Ni quiero conocerla! Mis padres me repitieron mil veces que el espíritu de la fuente tiene los ojos verdes. Y que castiga con la muerte al que entra en sus aguas. ¡Por favor, señor, no vuelva a ese sitio!
La expresión de Fernando era de tristeza.
—Íñigo, por una mirada de esos ojos sacrificaría el amor de mi padre, los besos de mi madre y el cariño de todas las mujeres de esta tierra —dijo.
Y lo dijo tan decidido que nadie podría haberlo convencido de otra cosa. Íñigo, impotente, lo miró con pena y una lágrima silenciosa se derramó por su mejilla.
Fernando volvió a la fuente de los Álamos. Una y otra vez. Hasta conseguir lo que estaba deseando. Caía la noche y el sol se escondía tras la cumbre del Moncayo. Un viento suave gemía entre los árboles y una niebla espesa ascendía desde la superficie del lago. Fernando estaba arrodillado a los pies de una mujer, al borde de una roca que se alzaba sobre las aguas. Era una mujer muy hermosa. Tenía la piel tan blanca que parecía una estatua. Uno de sus rizos dorados le caía sobre el hombro, como un rayo de sol que acaricia las nubes. Y el brillo de sus ojos verdes hacía pensar en dos esmeraldas.
—¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Dónde está tu casa? —preguntó Fernando—. Contéstame, por favor. Seas quien seas, te quiero y te querré siempre.
Cuando el joven terminó de hablar, los labios de la mujer se movieron. Pero en vez de pronunciar alguna palabra, solo dejó escapar un suspiro. Un suspiro débil y apagado, como un delicado soplo de brisa.
—Vamos, contéstame —insistió Fernando—. Quiero saber si me quieres, quiero saber si eres una mujer…
—¿O un demonio? —lo interrumpió ella—. ¿Y si lo fuese?
Fernando vaciló un instante. Un sudor frío le recorrió el cuerpo. Pero entonces se volvió a fijar en los ojos de aquella mujer y, fascinado, exclamó:
—¡Si fueses un demonio, te querría de la misma manera!
—Fernando —dijo la mujer—. Yo también te quiero. Su voz parecía música.—No soy una mujer como las demás —añadió—. Soy un espíritu y vivo en las aguas de esta fuente. Yo no castigo al que entra en ellas. Al contrario, lo premio con mi amor. Lo premio por no creer en las supersticiones de la gente. Lo premio por comprender que mi amor es de otro mundo.
Mientras la mujer hablaba, Fernando la miraba cautivado. Su hermosura lo atraía con una fuerza desconocida. Y, sin darse cuenta, fue acercándose al borde de la roca.
—¿Ves el fondo cristalino del lago? —continuó ella—. Esas plantas de hojas verdes nos servirán de cama. Ven, quiero hacerte feliz. La niebla es cada vez más espesa, las ondas del agua nos llaman y el viento ya canta. ¡Ven conmigo, sígueme!
Había anochecido y la luna brillaba sobre el lago. La niebla lo envolvía todo y los ojos verdes de la mujer resplandecían en la oscuridad. Fernando solo la oía a ella, solo veía sus ojos. La mujer le pedía que se acercase, que se pusiese a su lado. Le estaba ofreciendo un beso.
El joven avanzó hacia el precipicio sin darse cuenta. Dio un paso hacia la mujer y luego otro. De pronto sintió unos brazos delgados alrededor del cuello y una sensación fría en sus labios ardientes. Un beso de nieve. Fernando se tambaleó y perdió el equilibrio. Cayó al lago. Las aguas saltaron formando chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo. Y las ondas plateadas avanzaron hasta desaparecer en la orilla.
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