lunes, 28 de febrero de 2022

GARCILASO: ÉGLOGA I




     El dulce lamentar de dos pastores,

Salicio juntamente y Nemoroso,

he de cantar, sus quejas imitando;

cuyas ovejas al cantar sabroso

estaban muy atentas, los amores,

de pacer olvidadas, escuchando.

          (...)


     Saliendo de las ondas encendido,

rayaba de los montes el altura

el sol, cuando Salicio, recostado

al pie d’una alta haya, en la verdura

por donde una agua clara con sonido

atravesaba el fresco y verde prado;

           él, con canto acordado

           al rumor que sonaba

           del agua que pasaba,

se quejaba tan dulce y blandamente,

como si no estuviera de allí ausente

la que de su dolor culpa tenía,

           y así como presente,

razonando con ella, le decía:



SALICIO

     ¡Oh más dura que mármol a mis quejas

y al encendido fuego en que me quemo

más helada que nieve, Galatea!

Estoy muriendo, y aun la vida temo;

témola con razón, pues tú me dejas,

que no hay sin ti el vivir para qué sea.

           Vergüenza he que me vea

           ninguno en tal estado,

           de ti desamparado,

y de mí mismo yo me corro agora.

¿D’un alma te desdeñas ser señora

donde siempre moraste, no pudiendo

           della salir un hora?

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.


     El sol tiende los rayos de su lumbre

por montes y por valles, despertando

las aves y animales y la gente:

cuál por el aire claro va volando,

cuál por el verde valle o alta cumbre

paciendo va segura y libremente,

           cuál con el sol presente

           va de nuevo al oficio

           y al usado ejercicio

do su natura o menester l’inclina;

siempre está en llanto esta ánima mezquina,

cuando la sombra el mundo va cubriendo

           o la luz se avecina.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

(...)


 

     Por ti el silencio de la selva umbrosa,

por ti la esquividad y apartamiento

del solitario monte m’agradaba;

por ti la verde hierba, el fresco viento,

el blanco lirio y colorada rosa

y dulce primavera deseaba.

           ¡Ay, cuánto m’engañaba!

           ¡Ay, cuán diferente era

           y cuán d´otra manera

lo que en tu falso pecho se escondía!

Bien claro con su voz me lo decía

la siniestra corneja, repitiendo

           la desventura mía.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

(...)


     Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?

Tus claros ojos, ¿a quién los volviste?

¿Por quién tan sin respeto me trocaste?

Tu quebrantada fe, ¿dó la pusiste?

¿Cuál es el cuello que como en cadena

de tus hermosos brazos añudaste?

           No hay corazón que baste,

           aunque fuese de piedra,

           viendo mi amada hiedra

de mí arrancada, en otro muro asida,

y mi parra en otro olmo entretejida,

que no s’esté con llanto deshaciendo

           hasta acabar la vida.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.


     Materia diste al mundo de’speranza

d’alcanzar lo imposible y no pensado

y d’hacer juntar lo diferente,

dando a quien diste el corazón malvado,

quitándolo de mí con tal mudanza,

que siempre sonará de gente en gente.

           La cordera paciente

           con el lobo hambriento

           hará su ajuntamiento,

y con las simples aves sin rüido

harán las bravas sierpes ya su nido,

que mayor diferencia comprehendo

           de ti al que has escogido.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

 

     Siempre de nueva leche en el verano

y en el invierno abundo; en mi majada

la manteca y el queso está sobrado.

De mi cantar, pues, yo te via agradada

tanto, que no pudiera el mantüano

Títero ser de ti más alabado.

           No soy, pues, bien mirado,

           tan diforme ni feo,

           que aun agora me veo

en esta agua que corre clara y pura,

y cierto no trocara mi figura

con ese que de mí s’está reyendo:

           ¡trocara mi ventura!

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.




     Con mi llorar las piedras enternecen

su natural dureza y la quebrantan;

los árboles parece que s’inclinan;

las aves que m’escuchan, cuando cantan,

con diferente voz se condolecen

y mi morir cantando m’adevinan;

           las fieras que reclinan

           su cuerpo fatigado

           dejan el sosegado

sueño por escuchar mi llanto triste.

Tú sola contra mí t’endureciste,

los ojos aun siquiera no volviendo

           a los que tú hiciste

salir, sin duelo, lágrimas corriendo.

  

     Mas ya que a socorrerme aquí no vienes,

no dejes el lugar que tanto amaste,

que bien podrás venir de mí segura.

Yo dejaré el lugar do me dejaste;

ven si por solo aquesto te detienes.

Ves aquí un prado lleno de verdura,

           ves aquí un’ espesura,

           ves aquí un’ agua clara,

           en otro tiempo cara,

a quien de ti con lágrimas me quejo;

quizá aquí hallarás, pues yo m’alejo,

al que todo mi bien quitar me puede,

           que pues el bien le dejo,

no es mucho que’l lugar también le quede.

 

     Aquí dio fin a su cantar Salicio,

y sospirando en el postrero acento,

soltó de llanto una profunda vena;

queriendo el monte al grave sentimiento

d’aquel dolor en algo ser propicio,

con la pesada voz retumba y suena;

           la blanda Filomena,

           casi como dolida

           y a compasión movida,

dulcemente responde al son lloroso.

Lo que cantó tras esto Nemoroso,

decidlo vos, Pïérides, que tanto

           no puedo yo ni oso,

que siento enflaquecer mi débil canto.


NEMOROSO


     Corrientes aguas puras, cristalinas,

árboles que os estáis mirando en ellas,

verde prado de fresca sombra lleno,

aves que aquí sembráis vuestras querellas,

hiedra que por los árboles caminas,

torciendo el paso por su verde seno:

           yo me vi tan ajeno

           del grave mal que siento,

           que de puro contento

con vuestra soledad me recreaba,

donde con dulce sueño reposaba,

o con el pensamiento discurría

           por donde no hallaba

sino memorias llenas d’alegría.


     Y en este mismo valle, donde agora

me entristezco y me canso en el reposo,

estuve ya contento y descansado,

¡Oh bien caduco, vano y presuroso!

Acuérdome, durmiendo aquí algún hora,

que, despertando, a Elisa vi a mi lado.

           ¡Oh miserable hado!

           ¡Oh tela delicada,

           antes de tiempo dada

a los agudos filos de la muerte!

Más convenible fuera aquesta suerte

a los cansados años de mi vida,

           que’s más que’l hierro fuerte,

pues no la ha quebrantado tu partida.


 

     ¿Dó están agora aquellos claros ojos

que llevaban tras sí, como colgada,

mi alma, doquier que ellos se volvían?

¿Dó está la blanca mano delicada,

llena de vencimientos y despojos,

que de mí mis sentidos l’ofrecían?

           Los cabellos que vían

           con gran desprecio al oro

           como a menor tesoro

¿adónde están, adónde el blanco pecho?

¿Dó la columna qu’el dorado techo

con proporción graciosa sostenía?

Aquesto todo agora ya s’encierra,

           por desventura mía,

en la escura, desierta y dura tierra.


     ¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,

cuando en aqueste valle al fresco viento

andábamos cogiendo tiernas flores,

que había de ver, con largo apartamiento,

venir el triste y solitario día

que diese amargo fin a mis amores?

           El cielo en mis dolores

           cargó la mano tanto,

           que a sempiterno llanto

y a triste soledad me ha condenado;

y lo que siento más es verme atado

a la pesada vida y enojosa,

           solo, desamparado,

ciego, sin lumbre en cárcel tenebrosa.


     Después que nos dejaste, nunca pace

en hartura el ganado ya, ni acude

el campo al labrador con mano llena;

no hay bien qu’en mal no se convierta y mude.

La mala hierba al trigo ahoga, y nace

en lugar suyo la infelice avena;

           la tierra, que de buena

           gana nos producía

           flores con que solía

quitar en sólo vellas mil enojos,

produce agora en cambio estos abrojos,

ya de rigor d’espinas intratable.

           Yo hago con mis ojos

crecer, lloviendo, el fruto miserable.

 

     (...)


desta manera suelto yo la rienda

a mi dolor y ansí me quejo en vano

de la dureza de la muerte airada;

ella en mi corazón metió la mano

y d’allí me llevó mi dulce prenda,

que aquél era su nido y su morada.

           ¡Ay, muerte arrebatada,

           por ti m’estoy quejando

           al cielo y enojando

con importuno llanto al mundo todo!

El desigual dolor no sufre modo;

no me podrán quitar el dolorido

           sentir si ya del todo

primero no me quitan el sentido.

(...)

     Mas luego a la memoria se m’ofrece

aquella noche tenebrosa, escura,

que siempre aflige esta ánima mezquina

con la memoria de mi desventura.

Verte presente agora me parece

en aquel duro trance de Lucina;

           y aquella voz divina,

           con cuyo son y acentos

           a los airados vientos

pudieran amansar, que agora es muda,

me parece que oigo, que a la cruda,

inexorable diosa demandabas

           en aquel paso ayuda;

y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?

 

     Divina Elisa, pues agora el cielo

con inmortales pies pisas y mides,

y su mudanza ves, estando queda,

¿por qué de mí te olvidas y no pides

que se apresure el tiempo en que este velo

rompa del cuerpo y verme libre pueda,

           y en la tercera rueda,

           contigo mano a mano,

           busquemos otro llano,

busquemos otros montes y otros ríos,

otros valles floridos y sombríos

donde descanse y siempre pueda verte

           ante los ojos míos,

sin miedo y sobresalto de perderte?


      Nunca pusieran fin al triste lloro

los pastores, ni fueran acabadas

las canciones que solo el monte oía,

si mirando las nubes coloradas,

al tramontar del sol orladas d’oro,

no vieran que era ya pasado el día;

           la sombra se veía

           venir corriendo apriesa

           ya por la falda espesa

del altísimo monte, y recordando

ambos como de sueño, y acusando

el fugitivo sol, de luz escaso,

           su ganado llevando,

se fueron recogiendo paso a paso.

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