domingo, 26 de febrero de 2023

LA BARRACA, Vicente Blasco Ibáñez

 LA BARRACA, VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

Es el novelista valenciano más representativo del Realismo. Destacan sus novelas valencianas: Arroz y tartana, La barraca, Entre naranjos, Cañas y barros.

En ellas, intenta llevar al entorno valenciano los presupuestos del naturalismo. La mayoría de ellas muestran cómo la tierra y la dureza de las condiciones de vida determinan el carácter y la actuación de los personajes. 

LECTURA: La barraca

El libro se desarrolla en la Valencia rural de finales del siglo XIX, concretamente en huertas cercanas a la capital (zona de Alboraya). Aquí se describen con precisión las duras condiciones de vida de la población campesina y agrícola.  

En este fragmento podemos una descripción detallada del ambiente, condicionante del comportamiento de los personajes: 

Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos. Rodaba el canto del gallo de barraca en barraca. Los campanarios de los pueblecitos devolvían con ruidoso badajeo el toque de misa primera que sonaba a lo lejos, en las torres de Valencia, esfumadas por la distancia. De los corrales salía un discordante concierto animal: relinchos de caballos, mugidos de vacas, cloquear de gallinas, balidos de corderos, ronquidos de cerdos; un despertar ruidoso de bestias que, al sentir la fresca caricia del alba cargada de acre perfume de vegetación, deseaban correr por los campos.

El espacio se empapaba de luz; disolvíanse las sombras, como tragadas por los abiertos surcos y las masas de follaje. En la indecisa neblina del amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de moreras y frutales, las ondulantes líneas de cañas, los grandes cuadros de hortalizas, semejantes a enormes pañuelos verdes, y la tierra roja cuidadosamente labrada.

Animábanse los caminos con filas de puntos negros y movibles, como rosarios de hormigas, marchando hacia la ciudad. De todos los extremos de la vega llegaban chirridos de ruedas, canciones perezosas interrumpidas por el grito que arrea a las bestias, y de vez en cuando, como sonoro trompetazo del amanecer, rasgaba el espacio un furioso rebuzno del cuadrúpedo paria, como protesta del rudo trabajo que pesaba sobre él apenas nacido el día.

En las acequias conmovíase la tersa lámina de cristal rojizo con chapuzones que hacían callar a las ranas; sonaba luego un ruidoso batir de alas, e iban deslizándose los ánades lo mismo que galeras de marfil, moviendo cual fantásticas proas sus cuellos de serpiente.


El tío Barret se ve imposibilitado de seguir trabajando la huerta que habían cultivado sus antepasados durante generaciones al no poder pagar la subida en el arrendamiento al propietario de la tierra, D. Salvador. 

Cuando el tío Barret contemplaba, en época de cosecha, los cuadros de distinto cultivo en que estaban divididas sus tierras, no podía contener un sentimiento de orgullo. Miraba los altos trigos, las coles con su cogollo de rizada blonda, los melones que asomaban el verde lomo a flor de tierra o los pimientos o tomates medio ocultos por el follaje, y alababa la bondad de sus campos y los esfuerzos de todos sus antecesores al trabajarlos mejor que los demás de la huerta. (…)

Hacía muchos años estas tierras habían sido de los religiosos de San Miguel de los Reyes, unos buenos señores, gordos, lustrosos, dicharacheros, que no mostraban gran prisa en el cobro de los arrendamientos, dándose por satisfechos con que por la tarde, al pasar por la barraca, los recibiera la abuela, que era entonces una real moza, obsequiándolos con hondas jícaras (vasija de loza) de chocolate y las primicias de los frutales. 

Antes, mucho antes, había sido el propietario de todo aquello un gran señor, que al morir depositó sus pecados y sus fincas en el seno de la comunidad; y ahora, ¡ay!, pertenecían a don Salvador, un vejete de Valencia, que era el tormento del tío Barret, puesta hasta en sueños se le aparecía. (…)

Aumentó, por fin, el precio del arrendamiento de las tierras. Barret protestó, y hasta lloró, recordando los méritos de su familia, que había perdido la piel en aquellos campos para hacer de ellos los mejores de la huerta. Pero don Salvador se mostró inflexible. ¿Eran los mejores? Pues debía pagar más. Y Barret pagó el aumento. 

Y completamente solo, ocultando a su familia su situación, teniendo que sonreír cuando estaba entre su mujer y sus hijas, las cuales le recomendaban que no se esforzase tanto, el pobre Barret se entregó a la más disparatada locura del trabajo. 

El pobre labrador, agobiado por una existencia de fiebre y demencia laboriosa, iba quedándose en los huesos, encorvado como un octogenario, con los ojos hundidos. (…)

Tras amenazarle con echarle de sus tierras, un día Don Salvador se encuentra de frente con el tío Barret camino de la huerta: 

- ¡Barret, hijo mío! -dijo con voz entrecortada-. Todo ha sido una broma. No hagas caso. Lo de ayer fuer para asustarte un poco, nada más. Vas a seguir en tus tierras…

Y doblaba su cuerpo, evitando que se le acercase el tío Barret. Pretendía escurrirse, huir de la terrible hoz. 

El labrador sonreía como un hiena, enseñando sus dientes agudos y blancos de pobre: 

- ¡Mentirós! ¡Mentirós! -contestaba, con una voz semejante a un ronquido. 

- ¡Pero Barret! ¡Hijo mío! ¿Qué es esto? ¡Baja esa arma, no juegues! Te repito que ha sido una broma. Ven mañana y te daré las lla… ¡Ay!

Fue un rugido horripilante, un grito de bestia herida. Cansada la hoz de encontrar obstáculos, había derriba de un solo golpe una de las manos crispadas. Quedó colgando de los tendones y la piel, y el rojo muñón arrojó la sangre con fuerza, salpicando a Barret, que rugió al recibir en el rostro la caliente rociada. 

Vaciló el viejo sobre sus piernas; pero, antes de caer al suelo, la hoz partió horizontalmente contra su cuello, y… ¡zas! Cortando la complicada envoltura de pañuelos, abrió una profunda hendidura, que casi separó la cabeza del tronco. 

Cayó don Salvador en la acequia. La cabeza, hundida en el barro, soltaba toda su sangre por la profunda brecha, y las aguas se teñían de rojo, siguiendo su manso curso con un murmullo plácido que alegraba el solemne silencio de la tarde. 

Como consecuencia, todos los vecinos de la aldea, encabezados por Pimentó (un campesino holgazán pero altanero) se conjuran para impedir que nadie vuelva a trabajar en esa parcela. Durante diez años, la barraca del tío Barret y sus tierras quedan abandonadas, constituyendo un símbolo de orgullo para los huertanos. 

En el centro de estos campos desolados, que se destacaban sobre la hermosa vega como una mancha de mugre en un manto regio de terciopelo verde, alzábase la barraca, o más bien dicho, caía con su montera de paja despanzurrada, enseñando por las aberturas que agujerearon el viento y la lluvia su carcomido costillaje de madera. Las paredes, arañadas por las aguas, mostraban sus adobes de barro crudo, sin más que unas ligerísimas manchas blancas que delataban el antiguo enjarbergado. La puerta estaba rota por debajo, roída por las ratas, con grietas que la cortaban de un extremo a otro. Dos o tres ventanillas, completamente abiertas y martirizadas por los vendavales, pendían de un solo gozne, e iban a caer de un momento a otro, apenas soplase una ruda ventolera.

Aquella ruina apenaba el ánimo, oprimía el corazón. Parecía que del casuco abandonado fuesen a salir fantasmas en cuanto cerrase la noche; que de su interior iban a partir gritos de personas asesinadas; que toda aquella maleza era un sudario ocultando debajo de él centenares de cadáveres.



Hasta que un día llega Batiste con su familia (su mujer Teresa y sus cinco hijos: Roseta, Batistet, Pasqualet y otros dos pequeños a los que nuca se les pone nombre). Acuciados por la necesidad, se instalan en la finca y acceden a cultivar la finca abandonada a cambio de dos años de carencia en el pago del arrendamiento correspondiente. A partir de ese momento se verán infatigablemente acosados por el resto de la comunidad, que los acusaba de plegarse a las exigencias del terrateniente perjudicando con ello los intereses del colectivo: los acusan falsamente de robar el riego, hieren con disparos a su caballo, insultan y agreden a la hija mayor camino de su trabajo en una fábrica de Valencia, etc. 

Roseta marchaba sola a la ciudad. Bien sabía la pobre lo que eran sus compañeras, hijas y hermanas de los enemigos de su familia. 

Varias de ellas trabajaban en su fábrica, y la pobre rubita (Roseta), más de una vez, haciendo de tripas corazón, había tenido que defenderse a arañazo limpio. Arrojaban cosas infectas en la cesta de su comida y no pasaban junto a ella en el taller sin empujarla sobre el humeante perol donde era ahogado el capullo, llamándola hambrona y dedicando otros elogios parecidos a su familia. (…)

Un domingo, por la tarde, Roseta (…) se cargó el cántaro y subió los peldaños; pero en el último la detuvo la vocecita mimosa de la sobrina de Pimentó. ¡Cómo mordía esa sabandija! (…)

- ¿Qui és lladre? ¿Qui? -preguntó con una voz temblona, que hizo reír a todas las de la fuente. 

¿Quién? Su padre. Pimentó, su tío, lo sabía bien, y en casa de Copa no se hablaba de otra cosa. Habían huido de un pueblo porque los conocían allá demasiado; por eso habían venido a la huerta a apoderarse de lo que no era suyo. Hasta se tenían noticias de que el señor Batiste había estado en presidio por cosas feas… 

Y así continuó la viborilla, soltando todo lo oído en su casa y en la vega: las mentiras fraguadas por los perdidos de casa de Copa, toda una urdimbre de calumnias urdidas por Pimentó. 

- ¡Mon pare! -gritó avanzando hacia la insolente- ¿Mon pare, lladre? Torna-ho a repetir i et tranque els morros. 

Pero no pudo repetirlo la morenilla, porque antes que llegase a abrir la boca recibió un puñetazo en ella, al mismo tiempo que Roseta hundía la otra mano en su moño. (…)

Sin acuerdo previo, como si los odios de sus familias surgiesen en ellas de golpe, todas cayeron a un tiempo sobre la hija de Batiste. 

-¡Lladrona! ¡Lladrona!

Desa pareció Roseta bajo los amenazantes brazos. Su cara se cubrió de rasguños. Empujada de un lado a otro, acabó rodando por los resbaladizos escalones, y su frente chocó contra una arista de la piedra. 

¡Sangre! Salieron todas corriendo en diversas direcciones y al poco rato no se veía en las cercanías de la fuente más que a la pobre Roseta, con la cara sucia de polvo y sangre, caminando llorosa, hacia su casa. 

El hostigamiento llega a su punto culminante un día en que los hijos pequeños de la familia Batiste regresan de la escuela: 

Estos discípulos eran los que pagaban mejor. Entre ellos estaban los tres hijos de Batiste, para quienes el camino se convertía muchas veces en una calle de la Amargura. 

Cogidos los tres de la mano, procuraban andar a la zaga de los otros muchachos, que, por ser de las barracas inmediatas a la suya, sentían el mismo odio de sus padres contra Batiste y su familia, y no perdían ocasión de molestarlos. 

Los dos mayorcitos sabían defenderse y, con un arañazo más o menos, hasta salían vencedores en ocasiones. Pero el más pequeño, Pasqualet, un chiquillo regordete y panzudo, de solo cinco años, a quien su madre adoraba por su dulzura y mansedumbre, lloraba en cuanto veía a sus hermanos enzarzados en terrible pelea con los otros. (…)

Una tarde, la pobre mujer de Batiste apeló a gritos a Dios y a los santos, al ver en qué estado llegaban sus pequeños. 

Aquel día la batalla había sido dura. Los dos mayores estaban magullados. Era lo de siempre, y no había que hacerles caso. Pero el pequeñín, estaba mojado de pies a cabeza y lloraba temblando de miedo y de frío. 

La feroz pillería lo había arrojado a una acequia de aguas estancadas, y de allí lo habían sacado sus hermanos, cubierto de légamo nauseabundo. 

Teresa lo acostó en la cama al ver que el pobrecito seguía temblando entre sus brazos, agarrándose a su cuello y murmurando con voz semejante a un balido:

- ¡Mare, mare!

(…) El chiquitín estaba cada vez peor y temblaba de fiebre en los brazos de su madre, que lloraba a todas horas. 

Como consecuencia, el pequeño Pasqualet fallece. Un sentimiento de culpa y compasión invade la comunidad, que acuden a la barraca para mostrar su apoyo con cierto cargo de conciencia. Pero esta actitud será temporal. Pasado el tiempo, llega el tiempo de la cosecha, y Batiste recoge los frutos de su duro trabajo. Un día decide ir a la taberna del pueblo, justa recompensa tras tantos sufrimientos y trabajos. Allí, tras una trifulca con alcohol de por medio, deja herido a Pimentó. 

Batiste no dudó en que aquellas gentes se vengarían. Conocía los procedimientos usuales en la huerta. Para aquella gente no se había hecho la justicia de la ciudad… ¿Para qué necesitaba un hombre jueces ni Guardia Civil, teniendo buen ojo y una escopeta en la barraca?

Pocos días después, Batiste es disparado en mitad de un camino oscuro. Herido, responde a su vez con su escopeta, y oye un cuerpo caer en la acequia: 

Adivinaba lo ocurrido… Se lo decía el corazón. Pimentó acababa de morir. 

Tembló Batiste de frío y de miedo. Fue una sensación de debilidad, como si de repente le abandonaran sus fuerzas, y se metió en su barraca. 

Las represalias no se hacen esperar: 

Se restregó los ojos, se incorporó en la cama… La puerta estaba cada vez más roja, el humo era más denso. Sonó un ladrido desesperado, interminable: 

- ¡Teresa! ¡Teresa, Amunt!

Y del primer empujón la echó fuera de la cama. Después corrió al cuarto de los chicos, y a golpes y gritos los sacó en camisa, como un rebaño atemorizado que corre ante el palo, sin saber dónde va. 

Cegado por el humo y contando los minutos como siglos, Batiste abrió la puerta. Por ella salió enloquecida toda la familia (…)

Batistet corría desaforado por las sendas, gritando, aporreando las puertas de las barracas inmediatas…

- ¡Auxili!¡Auxili! ¡A foc, a foc!

Su padre sonrió cruelmente. En vano llamaba. La huerta era sorda para ellos. Dentro de las blancas barracas había ojos curiosos que atisbaban por las rendijas… Nadie contestaba. 

Estaban más solos que en medio de un desierto. El vacío del odio era mil veces peor que el de la Naturaleza. 

Huirían de allí para empezar otra vida, sintiendo el hambre que les pisaba los talones. Dejarían a sus espaldas la ruina de su trabajo y el cuerpecillo de uno de los suyos, que se pudría en las entrañas de aquellas tierras como la víctima inocente de una batalla implacable. 



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