El Monte de las Ánimas
La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas. Su sonido aburrido y eterno me recordó esta leyenda que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Para pasar el rato, decidí escribirla.
Yo la oí en el mismo lugar en que ocurrió y la he escrito girando algunas veces la cabeza con miedo, cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche. Pase lo que pase, allá va, como el caballo de copas.
CAPÍTULO I
—Atad los perros, tocad las trompetas para que se reúnan los cazadores y volvamos a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
—¡Tan pronto!
—Si fuera otro día, acabaría con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tocar su campana en la capilla del monte.
—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
—No, hermosa prima. Tú ignoras lo que sucede en este país, porque hace menos de un año que has venido desde muy lejos. Frena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dura el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que dirigían la comitiva a bastante distancia.
Mientras caminaban, Alonso narró de esta manera la prometida
historia:
—Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los templarios, cuyo convento ves allí, a orillas del río. Los templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Cuando se conquistó Soria a los árabes, el rey los trajo de tierras lejanas para defender la ciudad por la parte del puente, ofendiendo con ello a sus nobles de Castilla, que habrían sabido defenderla solos, igual que la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fue creciendo durante años un odio profundo que acabó por estallar. Los primeros reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos decidieron organizar una gran cacería en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. El desafío llegó a oídos de todos, y nada consiguió detener a unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño por evitarlo. El proyectado enfrentamiento se llevó a cabo. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó lleno de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Al final, el rey impuso su autoridad: el monte, que había ocasionado tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte se convirtió en ruinas. Desde entonces, dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en sábanas, corren como en una cacería fantástica por entre la maleza y las zarzas. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al día siguiente se han visto sobre la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes de que caiga la noche.
El relato de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva a la que se incorporaron para después marchar a las estrechas y oscuras calles de Soria.
—Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los templarios, cuyo convento ves allí, a orillas del río. Los templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Cuando se conquistó Soria a los árabes, el rey los trajo de tierras lejanas para defender la ciudad por la parte del puente, ofendiendo con ello a sus nobles de Castilla, que habrían sabido defenderla solos, igual que la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fue creciendo durante años un odio profundo que acabó por estallar. Los primeros reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos decidieron organizar una gran cacería en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. El desafío llegó a oídos de todos, y nada consiguió detener a unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño por evitarlo. El proyectado enfrentamiento se llevó a cabo. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó lleno de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Al final, el rey impuso su autoridad: el monte, que había ocasionado tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte se convirtió en ruinas. Desde entonces, dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en sábanas, corren como en una cacería fantástica por entre la maleza y las zarzas. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al día siguiente se han visto sobre la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes de que caiga la noche.
El relato de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva a la que se incorporaron para después marchar a las estrechas y oscuras calles de Soria.
CAPÍTULO II
Los sirvientes acababan de quitar la mesa; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando a grupos de damas y caballeros que conversaban familiarmente alrededor de la luz, y el viento azotaba los vidrios del salón.
Solo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz, sumida en sus pensamientos, seguía con los ojos los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz. Ambos guardaban silencio desde hacía rato.
Las dueñas contaban, acerca de la noche de difuntos, cuentos de terror cuyos protagonistas eran espectros y fantasmas; mientras, las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido aburrido y triste.
—Hermosa prima —exclamó al fin Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban—, pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; sé que no te gustan las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales; te he oído suspirar varias veces, quizás por algún enamorado de tu lejana tierra.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella despreciativa contracción de sus delgados labios.
—De un modo u otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que te llevases un recuerdo mío... ¿Te acuerdas de cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haber recuperado la salud en esta tierra? La joya que sujetaba la pluma de mi gorra llamó tu atención. ¡Qué hermosa estaría sujetando un velo sobre tu hermosa cabellera! Ya ha sujetado el de una novia; mi padre se la regaló a mi madre, y ella la llevó al altar... ¿La quieres?
—No sé— contestó la hermosa—, pero en mi país un regalo recibido supone un compromiso. Solo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un pariente...
Los sirvientes acababan de quitar la mesa; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando a grupos de damas y caballeros que conversaban familiarmente alrededor de la luz, y el viento azotaba los vidrios del salón.
Solo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz, sumida en sus pensamientos, seguía con los ojos los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz. Ambos guardaban silencio desde hacía rato.
Las dueñas contaban, acerca de la noche de difuntos, cuentos de terror cuyos protagonistas eran espectros y fantasmas; mientras, las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido aburrido y triste.
—Hermosa prima —exclamó al fin Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban—, pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; sé que no te gustan las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales; te he oído suspirar varias veces, quizás por algún enamorado de tu lejana tierra.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella despreciativa contracción de sus delgados labios.
—De un modo u otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que te llevases un recuerdo mío... ¿Te acuerdas de cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haber recuperado la salud en esta tierra? La joya que sujetaba la pluma de mi gorra llamó tu atención. ¡Qué hermosa estaría sujetando un velo sobre tu hermosa cabellera! Ya ha sujetado el de una novia; mi padre se la regaló a mi madre, y ella la llevó al altar... ¿La quieres?
—No sé— contestó la hermosa—, pero en mi país un regalo recibido supone un compromiso. Solo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un pariente...
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras desconcertó un momento al joven que, después de tranquilizarse,
dijo con tristeza:
—Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvió a oírse la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de espíritus y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ventanas, y el triste y aburrido doblar de las campanas. A los pocos minutos, se reanudó el diálogo de este modo:
—Y antes de que termine el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, puedes dejarme un recuerdo, ¿lo harás?— dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago.
—¿Por qué no?— exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su manga de terciopelo bordado de oro...
Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
—¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que su color me dijiste que era la insignia de tu alma?
—Sí.
—Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
—¡Se ha perdido!, ¿y dónde?— preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
—No sé... en el monte acaso.
—¡En el Monte de las Ánimas!— murmuró dejándose caer sobre el asiento.
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
—Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvió a oírse la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de espíritus y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ventanas, y el triste y aburrido doblar de las campanas. A los pocos minutos, se reanudó el diálogo de este modo:
—Y antes de que termine el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, puedes dejarme un recuerdo, ¿lo harás?— dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago.
—¿Por qué no?— exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su manga de terciopelo bordado de oro...
Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
—¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que su color me dijiste que era la insignia de tu alma?
—Sí.
—Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
—¡Se ha perdido!, ¿y dónde?— preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
—No sé... en el monte acaso.
—¡En el Monte de las Ánimas!— murmuró dejándose caer sobre el asiento.
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
—Tú lo sabes, lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda
Castilla, me llaman el rey de los cazadores. La alfombra que pisan tus pies son de fieras que he matado con mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas
de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie
dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra
noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta;
y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿Para qué ocultártelo?,
tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán
ahora a levantar sus amarillentos cráneos entre las malezas que
cubren sus tumbas... ¡las ánimas!
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo finalizado exclamó con un tono indiferente y mientras el fuego del hogar resplandecía, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
—¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante tontería! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
—Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
—¡Alonso! ¡Alonso!— dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso pararle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una gran expresión de orgullo, prestó atención a aquel rumor que se contaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo finalizado exclamó con un tono indiferente y mientras el fuego del hogar resplandecía, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
—¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante tontería! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
—Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
—¡Alonso! ¡Alonso!— dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso pararle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una gran expresión de orgullo, prestó atención a aquel rumor que se contaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
CAPÍTULO III
Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
—¡Habrá tenido miedo!— exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y acercándolo a su lecho, después de haber intentado murmurar algunos de los rezos que la iglesia ofrece en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
—Será el viento— dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más fuerza. Las puertas del oratorio habían crujido de forma aguda.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo. Después silencio, un silencio lleno de ruidos extraños, el silencio de la media noche, con lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, volvía a escuchar: nada, silencio.
—¡Bah!— exclamó, volviendo a poner su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho—; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura?
Y cerrando los ojos intentó dormir... Pronto volvió a incorporarse más pálida. Ya no era una ilusión: unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y además se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban. Beatriz lanzó un grito agudo, y envolviéndose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y aguantó el aliento. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin se hizo de día: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre su silla se encontraba sangrienta y desgarrada la banda azul que perdió en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
—¡Habrá tenido miedo!— exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y acercándolo a su lecho, después de haber intentado murmurar algunos de los rezos que la iglesia ofrece en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
—Será el viento— dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más fuerza. Las puertas del oratorio habían crujido de forma aguda.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo. Después silencio, un silencio lleno de ruidos extraños, el silencio de la media noche, con lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, volvía a escuchar: nada, silencio.
—¡Bah!— exclamó, volviendo a poner su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho—; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura?
Y cerrando los ojos intentó dormir... Pronto volvió a incorporarse más pálida. Ya no era una ilusión: unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y además se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban. Beatriz lanzó un grito agudo, y envolviéndose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y aguantó el aliento. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin se hizo de día: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre su silla se encontraba sangrienta y desgarrada la banda azul que perdió en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus criados llegaron horrorizados a contarle sobre la
muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las
Ánimas, la encontraron inmóvil, con las manos a una de las columnas de la cama, desencajados los ojos, entreabierta la boca;
blancos los labios, muerta; ¡muerta de horror!
CAPÍTULO IV
Dicen que después de este suceso, un cazador despistado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, relató cosas horribles. Entre otras, cuenta que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un ruido horrible, y caballeros sobre caballos, perseguir como a una fiera, a una mujer hermosa, pálida y despeinada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
CAPÍTULO IV
Dicen que después de este suceso, un cazador despistado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, relató cosas horribles. Entre otras, cuenta que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un ruido horrible, y caballeros sobre caballos, perseguir como a una fiera, a una mujer hermosa, pálida y despeinada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
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