domingo, 26 de febrero de 2023

LA BARRACA, Vicente Blasco Ibáñez

 LA BARRACA, VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

Es el novelista valenciano más representativo del Realismo. Destacan sus novelas valencianas: Arroz y tartana, La barraca, Entre naranjos, Cañas y barros.

En ellas, intenta llevar al entorno valenciano los presupuestos del naturalismo. La mayoría de ellas muestran cómo la tierra y la dureza de las condiciones de vida determinan el carácter y la actuación de los personajes. 

LECTURA: La barraca

El libro se desarrolla en la Valencia rural de finales del siglo XIX, concretamente en huertas cercanas a la capital (zona de Alboraya). Aquí se describen con precisión las duras condiciones de vida de la población campesina y agrícola.  

En este fragmento podemos una descripción detallada del ambiente, condicionante del comportamiento de los personajes: 

Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos. Rodaba el canto del gallo de barraca en barraca. Los campanarios de los pueblecitos devolvían con ruidoso badajeo el toque de misa primera que sonaba a lo lejos, en las torres de Valencia, esfumadas por la distancia. De los corrales salía un discordante concierto animal: relinchos de caballos, mugidos de vacas, cloquear de gallinas, balidos de corderos, ronquidos de cerdos; un despertar ruidoso de bestias que, al sentir la fresca caricia del alba cargada de acre perfume de vegetación, deseaban correr por los campos.

El espacio se empapaba de luz; disolvíanse las sombras, como tragadas por los abiertos surcos y las masas de follaje. En la indecisa neblina del amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de moreras y frutales, las ondulantes líneas de cañas, los grandes cuadros de hortalizas, semejantes a enormes pañuelos verdes, y la tierra roja cuidadosamente labrada.

Animábanse los caminos con filas de puntos negros y movibles, como rosarios de hormigas, marchando hacia la ciudad. De todos los extremos de la vega llegaban chirridos de ruedas, canciones perezosas interrumpidas por el grito que arrea a las bestias, y de vez en cuando, como sonoro trompetazo del amanecer, rasgaba el espacio un furioso rebuzno del cuadrúpedo paria, como protesta del rudo trabajo que pesaba sobre él apenas nacido el día.

En las acequias conmovíase la tersa lámina de cristal rojizo con chapuzones que hacían callar a las ranas; sonaba luego un ruidoso batir de alas, e iban deslizándose los ánades lo mismo que galeras de marfil, moviendo cual fantásticas proas sus cuellos de serpiente.


El tío Barret se ve imposibilitado de seguir trabajando la huerta que habían cultivado sus antepasados durante generaciones al no poder pagar la subida en el arrendamiento al propietario de la tierra, D. Salvador. 

Cuando el tío Barret contemplaba, en época de cosecha, los cuadros de distinto cultivo en que estaban divididas sus tierras, no podía contener un sentimiento de orgullo. Miraba los altos trigos, las coles con su cogollo de rizada blonda, los melones que asomaban el verde lomo a flor de tierra o los pimientos o tomates medio ocultos por el follaje, y alababa la bondad de sus campos y los esfuerzos de todos sus antecesores al trabajarlos mejor que los demás de la huerta. (…)

Hacía muchos años estas tierras habían sido de los religiosos de San Miguel de los Reyes, unos buenos señores, gordos, lustrosos, dicharacheros, que no mostraban gran prisa en el cobro de los arrendamientos, dándose por satisfechos con que por la tarde, al pasar por la barraca, los recibiera la abuela, que era entonces una real moza, obsequiándolos con hondas jícaras (vasija de loza) de chocolate y las primicias de los frutales. 

Antes, mucho antes, había sido el propietario de todo aquello un gran señor, que al morir depositó sus pecados y sus fincas en el seno de la comunidad; y ahora, ¡ay!, pertenecían a don Salvador, un vejete de Valencia, que era el tormento del tío Barret, puesta hasta en sueños se le aparecía. (…)

Aumentó, por fin, el precio del arrendamiento de las tierras. Barret protestó, y hasta lloró, recordando los méritos de su familia, que había perdido la piel en aquellos campos para hacer de ellos los mejores de la huerta. Pero don Salvador se mostró inflexible. ¿Eran los mejores? Pues debía pagar más. Y Barret pagó el aumento. 

Y completamente solo, ocultando a su familia su situación, teniendo que sonreír cuando estaba entre su mujer y sus hijas, las cuales le recomendaban que no se esforzase tanto, el pobre Barret se entregó a la más disparatada locura del trabajo. 

El pobre labrador, agobiado por una existencia de fiebre y demencia laboriosa, iba quedándose en los huesos, encorvado como un octogenario, con los ojos hundidos. (…)

Tras amenazarle con echarle de sus tierras, un día Don Salvador se encuentra de frente con el tío Barret camino de la huerta: 

- ¡Barret, hijo mío! -dijo con voz entrecortada-. Todo ha sido una broma. No hagas caso. Lo de ayer fuer para asustarte un poco, nada más. Vas a seguir en tus tierras…

Y doblaba su cuerpo, evitando que se le acercase el tío Barret. Pretendía escurrirse, huir de la terrible hoz. 

El labrador sonreía como un hiena, enseñando sus dientes agudos y blancos de pobre: 

- ¡Mentirós! ¡Mentirós! -contestaba, con una voz semejante a un ronquido. 

- ¡Pero Barret! ¡Hijo mío! ¿Qué es esto? ¡Baja esa arma, no juegues! Te repito que ha sido una broma. Ven mañana y te daré las lla… ¡Ay!

Fue un rugido horripilante, un grito de bestia herida. Cansada la hoz de encontrar obstáculos, había derriba de un solo golpe una de las manos crispadas. Quedó colgando de los tendones y la piel, y el rojo muñón arrojó la sangre con fuerza, salpicando a Barret, que rugió al recibir en el rostro la caliente rociada. 

Vaciló el viejo sobre sus piernas; pero, antes de caer al suelo, la hoz partió horizontalmente contra su cuello, y… ¡zas! Cortando la complicada envoltura de pañuelos, abrió una profunda hendidura, que casi separó la cabeza del tronco. 

Cayó don Salvador en la acequia. La cabeza, hundida en el barro, soltaba toda su sangre por la profunda brecha, y las aguas se teñían de rojo, siguiendo su manso curso con un murmullo plácido que alegraba el solemne silencio de la tarde. 

Como consecuencia, todos los vecinos de la aldea, encabezados por Pimentó (un campesino holgazán pero altanero) se conjuran para impedir que nadie vuelva a trabajar en esa parcela. Durante diez años, la barraca del tío Barret y sus tierras quedan abandonadas, constituyendo un símbolo de orgullo para los huertanos. 

En el centro de estos campos desolados, que se destacaban sobre la hermosa vega como una mancha de mugre en un manto regio de terciopelo verde, alzábase la barraca, o más bien dicho, caía con su montera de paja despanzurrada, enseñando por las aberturas que agujerearon el viento y la lluvia su carcomido costillaje de madera. Las paredes, arañadas por las aguas, mostraban sus adobes de barro crudo, sin más que unas ligerísimas manchas blancas que delataban el antiguo enjarbergado. La puerta estaba rota por debajo, roída por las ratas, con grietas que la cortaban de un extremo a otro. Dos o tres ventanillas, completamente abiertas y martirizadas por los vendavales, pendían de un solo gozne, e iban a caer de un momento a otro, apenas soplase una ruda ventolera.

Aquella ruina apenaba el ánimo, oprimía el corazón. Parecía que del casuco abandonado fuesen a salir fantasmas en cuanto cerrase la noche; que de su interior iban a partir gritos de personas asesinadas; que toda aquella maleza era un sudario ocultando debajo de él centenares de cadáveres.



Hasta que un día llega Batiste con su familia (su mujer Teresa y sus cinco hijos: Roseta, Batistet, Pasqualet y otros dos pequeños a los que nuca se les pone nombre). Acuciados por la necesidad, se instalan en la finca y acceden a cultivar la finca abandonada a cambio de dos años de carencia en el pago del arrendamiento correspondiente. A partir de ese momento se verán infatigablemente acosados por el resto de la comunidad, que los acusaba de plegarse a las exigencias del terrateniente perjudicando con ello los intereses del colectivo: los acusan falsamente de robar el riego, hieren con disparos a su caballo, insultan y agreden a la hija mayor camino de su trabajo en una fábrica de Valencia, etc. 

Roseta marchaba sola a la ciudad. Bien sabía la pobre lo que eran sus compañeras, hijas y hermanas de los enemigos de su familia. 

Varias de ellas trabajaban en su fábrica, y la pobre rubita (Roseta), más de una vez, haciendo de tripas corazón, había tenido que defenderse a arañazo limpio. Arrojaban cosas infectas en la cesta de su comida y no pasaban junto a ella en el taller sin empujarla sobre el humeante perol donde era ahogado el capullo, llamándola hambrona y dedicando otros elogios parecidos a su familia. (…)

Un domingo, por la tarde, Roseta (…) se cargó el cántaro y subió los peldaños; pero en el último la detuvo la vocecita mimosa de la sobrina de Pimentó. ¡Cómo mordía esa sabandija! (…)

- ¿Qui és lladre? ¿Qui? -preguntó con una voz temblona, que hizo reír a todas las de la fuente. 

¿Quién? Su padre. Pimentó, su tío, lo sabía bien, y en casa de Copa no se hablaba de otra cosa. Habían huido de un pueblo porque los conocían allá demasiado; por eso habían venido a la huerta a apoderarse de lo que no era suyo. Hasta se tenían noticias de que el señor Batiste había estado en presidio por cosas feas… 

Y así continuó la viborilla, soltando todo lo oído en su casa y en la vega: las mentiras fraguadas por los perdidos de casa de Copa, toda una urdimbre de calumnias urdidas por Pimentó. 

- ¡Mon pare! -gritó avanzando hacia la insolente- ¿Mon pare, lladre? Torna-ho a repetir i et tranque els morros. 

Pero no pudo repetirlo la morenilla, porque antes que llegase a abrir la boca recibió un puñetazo en ella, al mismo tiempo que Roseta hundía la otra mano en su moño. (…)

Sin acuerdo previo, como si los odios de sus familias surgiesen en ellas de golpe, todas cayeron a un tiempo sobre la hija de Batiste. 

-¡Lladrona! ¡Lladrona!

Desa pareció Roseta bajo los amenazantes brazos. Su cara se cubrió de rasguños. Empujada de un lado a otro, acabó rodando por los resbaladizos escalones, y su frente chocó contra una arista de la piedra. 

¡Sangre! Salieron todas corriendo en diversas direcciones y al poco rato no se veía en las cercanías de la fuente más que a la pobre Roseta, con la cara sucia de polvo y sangre, caminando llorosa, hacia su casa. 

El hostigamiento llega a su punto culminante un día en que los hijos pequeños de la familia Batiste regresan de la escuela: 

Estos discípulos eran los que pagaban mejor. Entre ellos estaban los tres hijos de Batiste, para quienes el camino se convertía muchas veces en una calle de la Amargura. 

Cogidos los tres de la mano, procuraban andar a la zaga de los otros muchachos, que, por ser de las barracas inmediatas a la suya, sentían el mismo odio de sus padres contra Batiste y su familia, y no perdían ocasión de molestarlos. 

Los dos mayorcitos sabían defenderse y, con un arañazo más o menos, hasta salían vencedores en ocasiones. Pero el más pequeño, Pasqualet, un chiquillo regordete y panzudo, de solo cinco años, a quien su madre adoraba por su dulzura y mansedumbre, lloraba en cuanto veía a sus hermanos enzarzados en terrible pelea con los otros. (…)

Una tarde, la pobre mujer de Batiste apeló a gritos a Dios y a los santos, al ver en qué estado llegaban sus pequeños. 

Aquel día la batalla había sido dura. Los dos mayores estaban magullados. Era lo de siempre, y no había que hacerles caso. Pero el pequeñín, estaba mojado de pies a cabeza y lloraba temblando de miedo y de frío. 

La feroz pillería lo había arrojado a una acequia de aguas estancadas, y de allí lo habían sacado sus hermanos, cubierto de légamo nauseabundo. 

Teresa lo acostó en la cama al ver que el pobrecito seguía temblando entre sus brazos, agarrándose a su cuello y murmurando con voz semejante a un balido:

- ¡Mare, mare!

(…) El chiquitín estaba cada vez peor y temblaba de fiebre en los brazos de su madre, que lloraba a todas horas. 

Como consecuencia, el pequeño Pasqualet fallece. Un sentimiento de culpa y compasión invade la comunidad, que acuden a la barraca para mostrar su apoyo con cierto cargo de conciencia. Pero esta actitud será temporal. Pasado el tiempo, llega el tiempo de la cosecha, y Batiste recoge los frutos de su duro trabajo. Un día decide ir a la taberna del pueblo, justa recompensa tras tantos sufrimientos y trabajos. Allí, tras una trifulca con alcohol de por medio, deja herido a Pimentó. 

Batiste no dudó en que aquellas gentes se vengarían. Conocía los procedimientos usuales en la huerta. Para aquella gente no se había hecho la justicia de la ciudad… ¿Para qué necesitaba un hombre jueces ni Guardia Civil, teniendo buen ojo y una escopeta en la barraca?

Pocos días después, Batiste es disparado en mitad de un camino oscuro. Herido, responde a su vez con su escopeta, y oye un cuerpo caer en la acequia: 

Adivinaba lo ocurrido… Se lo decía el corazón. Pimentó acababa de morir. 

Tembló Batiste de frío y de miedo. Fue una sensación de debilidad, como si de repente le abandonaran sus fuerzas, y se metió en su barraca. 

Las represalias no se hacen esperar: 

Se restregó los ojos, se incorporó en la cama… La puerta estaba cada vez más roja, el humo era más denso. Sonó un ladrido desesperado, interminable: 

- ¡Teresa! ¡Teresa, Amunt!

Y del primer empujón la echó fuera de la cama. Después corrió al cuarto de los chicos, y a golpes y gritos los sacó en camisa, como un rebaño atemorizado que corre ante el palo, sin saber dónde va. 

Cegado por el humo y contando los minutos como siglos, Batiste abrió la puerta. Por ella salió enloquecida toda la familia (…)

Batistet corría desaforado por las sendas, gritando, aporreando las puertas de las barracas inmediatas…

- ¡Auxili!¡Auxili! ¡A foc, a foc!

Su padre sonrió cruelmente. En vano llamaba. La huerta era sorda para ellos. Dentro de las blancas barracas había ojos curiosos que atisbaban por las rendijas… Nadie contestaba. 

Estaban más solos que en medio de un desierto. El vacío del odio era mil veces peor que el de la Naturaleza. 

Huirían de allí para empezar otra vida, sintiendo el hambre que les pisaba los talones. Dejarían a sus espaldas la ruina de su trabajo y el cuerpecillo de uno de los suyos, que se pudría en las entrañas de aquellas tierras como la víctima inocente de una batalla implacable. 



miércoles, 15 de febrero de 2023

MISERICORDIA, Benito Pérez Galdós



Benito Pérez Galdós fue un escritor de ideas liberales y anticlericales, que se inspira en la realidad misma, sobre todo en la del Madrid decimonónico. A través de sus numerosas novelas, hace un retrato crítico de la sociedad de su tiempo. Entre ellas, destacan Marianela, Fortunata y Jacinta, Miau, los Episodios Nacionales y Misericordia. 

Misericordia es un retablo de la miseria de Madrid, en sus infinitas gradaciones, a la par que un retrato del ser humano: capaz de abnegación sin límites y de ingratitud igualmente infinita.

La protagonista es Benina o señá Benina, una criada de una familia venida a menos, que se ve obligada a mendigar para ayudar económicamente a sus amos. Para no dañarlos en su orgullo, dice estar trabajando también para un rico señor. Nina vive entre los pobres mendigos con sus vicios y miserias (a los que también ayuda), y el mundo de los burgueses, igualmente egoístas e ingratos. Así es descrita al inicio de la novela: 

"La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente, era, además de nueva, temporera, porque acudía a la mendicidad por espacio de tiempo más o menos largos, y a lo mejor desaparecía, sin duda por encontrar un buen acomodo o almas caritativas que la socorrieran. Respondía al nombre de la señá Benina y era la más callada y humilde de la comunidad, si así puede decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas de perfecta sumisión a la divina voluntad (...) Con todas y con todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido (...) Tenía la Benina la voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible."



Su actitud con la familia siempre fue intachable: 

Otra vez estaba Benina al servicio de doña Francisca Juárez, como criada única y para todo, pues la familia había dado un bajón tremendo en aquel año, siendo tan notorias las señales de ruina, que la criada no podía verlas sin sentir aflicción rotunda. Llegó la ocasión ineludible de cambiar el cuarto en que vivían por otro más modesto y barato. Doña Francisca, apegada a las ruinas y sin determinación para nada, vacilaba. La criada, quitándole en momentos tan críticos las riendas del gobierno, decidió la mudanza, y desde la calle Claudio Coello saltaron a la del Olmo. Por cierto que hubo no pocas dificultades para evitar un desahucio vergonzoso: todo se arregló con la generosa ayuda de Benina, que sacó del Monte (banco) sus economías (ahorros), importantes tres mil y pico reales, y las entregó a la señora.

Para pedir, Benina acude, junto con los demás mendigos, a las puertas de las iglesias. Allí los pobres mendigos (figuras deformes y andrajosas) montan guardia para pedir limosna a los ricos, que dan unas cuantas monedas para lavar sus conciencias: 

"Los que hacen la guardia por el norte ocupan distintos puestos en el patinillo (patio pequeño) y en las dos entradas de este por las calles de las Huertas y San Sebastián, y es tan estratégica su colocación, que no puede escaparse ningún feligrés como no entre en la iglesia por el tejado. En rigurosos días de invierno, la lluvia o el frío glacial no permite a los intrépidos soldados de la miseria destacarse al aire libre (aunque los hay constituidos milagrosamente para aguantar de pie firme las inclemencias de la atmósfera), y se repliegan con buen orden al túnel o pasadizo que sirve de ingreso al templo parroquial, formando en dos alas a derecha e izquierda. (...) Entre ala derecha y ala izquierda, no baja de docena y media el aguerrido contingente, que componen ancianos audaces, indómitas viejas, ciegos machacones, reforzados por niños de una acometividad irresistible (...), y allí se están desde que Dios amanece hasta la hora de comer (...) Al caer la noche, si no hay Novena con sermón, Santo Rosario con meditación y plática, o Adoración Nocturna, se retira el ejército marchándose cada combatiente a su olivo con tardo paso. (...)

Como en toda región del mundo hay clases, sin que se exceptúen de esta división capital las más ínfimas jerarquías, allí no eran todos los pobres lo mismo. Las viejas, principalmente, no permitían que se alterase el principio de distinción capital. Las antiguas, o sea, las que llevaban ya veinte o más años de pedir en aquella iglesia, disfrutaban de preeminencias (privilegios) que por todos eran respetadas y las nuevas no tenían más remedio que conformarse."

Aquí tenemos una muestra de esas personas (fíjate en la descripción realista, un retrato tirando a caricatura): 

"Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según se entra, formando un grupo separado de los demás pobres, una de ellas ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas vestidas de andrajos, y abrigadas con pañolones negros o grises. La señá Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, pue en donde quiera que para cualquier fin se reúne media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás, y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla que resolvía y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos y otros, pues siempre tenía que decir algo picante y malévolo cuando los demás repartijaban, y nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Su ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en sus encías quedaba, parecían correr de un lado a otro de la boca, asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo, cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando las ideas con un temblor insultante. 

Tipo contrario al de la Burlada era el de señá Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apreciaba fácilmente su delgadez por llevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara larguísima como si por máquina se la estiraran todos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible y feo que puede imaginarse".




    Por otro lado, los amos, pertenecientes a una clase media venida a menos, tampoco son ejemplares. Son burgueses arruinados por su propia ineficacia y su improductividad. Se les ve preocupados únicamente por conservar sus antiguos privilegios de clase ociosa. Es el caso de su señora, doña Francisca Juárez, viuda ahora arruinada, pero que aún quiere aparentar. 

"Ya pasaba de los sesenta la por tantos títulos infeliz doña Francisca Juárez de Zapata, conocida en los años de aquella su decadencia lastimosa por doña Paca, a secas, con lacónica y plebeya familiaridad. Ved aquí en qué paraban las glorias y altezas de este mundo, y qué pendiente hubo de recorrer la tal señora, rodando hacia la profunda miseria, desde que ataba los perros con longaniza, por los años 59 y 60, hasta que la encontramos viviendo inconscientemente de limosna, entre agonías, dolores y vergüenzas mil. Ejemplos sin número de estas caídas nos ofrecen las poblaciones grandes, más que ninguna esta de Madrid, en que apenas existen hábitos de orden; pero a todos los ejemplos supera el de doña Francisca Juárez, tristísimo juguete del destino. Bien miradas estas cosas y el subir y bajar de las personas en la vida social, resulta gran tontería echar al destino la culpa de lo que es obra exclusiva de los propios caracteres y temperamentos, y buena muestra de ello es doña Paca, que en su propio ser desde el nacimiento llevaba el desbarajuste de todas las cosas materiales. 

Benina habla así con la señora: 

"- Dios es bueno.

- Conmigo no lo parece. No se cansa de darme golpes; me apalea; no me deja respirar. Tras un día malo viene otro peor. Pasan años aguardando el remedio, y no hay ilusión que no se me convierta en desengaño. Me canso de sufrir, me canso también de esperar. Mi esperanza es traidora, y como me engaña siempre, ya no quiero esperar cosas buenas, y las espero malas para que vengan… siquiera regulares.

- Pues yo que la señora -dijo Benina dándole al fuelle- tendría confianza en Dios y estaría contenta. (...) Yo siempre creo que cuando menos lo pensemos nos vendrá un golpe de suerte, y estaremos tan ricamente, acordándonos de estos días de apuros y desquitándonos de ellos con la gran vida que nos vamos a dar. 

- Ya no aspiro a la buena vida, Nina -declaró llorando la señora-, solo aspiro al descanso. 

- ¿Quién piensa en la muerte? Eso no; yo me encuentro muy a gusto en este mundo fandanguero, y hasta le tengo ley a los trabajillos que paso. Morirse, no.

- ¿Te conforma con esta vida?

- Me conformo, porque no está en mi mano darme otra. Venga todo antes que la muerte con tal de que no falte un pedazo de pan, y pueda uno comerse con dos salsas muy buenas: el hambre y la esperanza.

- ¿Y soportas, además de la miseria, la vergüenza, tanta humillación, deber a todo el mundo, no pagar a nadie, vivir de mil enredos, trampas y embustes, no encontrar quien te fíe valor de dos reales, vernos perseguidos de tenderos y vendedores?

- ¡Vaya si lo soporto!... Cada cual, en esta vida se defiende como puede. ¡Estaría bueno que nos dejáramos morir de hambre, estando las tiendas llenas de sustancia! Eso no. Dios no quiere que a nadie se le enfríe el cielo de la boca por no comer, y cuando no nos da dinero, un suponer, nos da la sutileza del caletre para inventar modos de allegar lo que hace faltar sin robarlo…

- Es que tú no tienes vergüenza, Nina; quiero decir, decoro, quiero decir, dignidad. 

- Yo no sé si tengo eso; pero tengo boca y estómago natural, y sé también que Dios me ha puesto en este mundo para que viva y no para que deje morir de hambre. Los gorriones, un suponer, ¿tienen vergüenza? ¡Quiá!... Lo que tienen es pico… Y mirando las cosas como deben mirarse, yo digo que Dios no tan solo ha criado la tierra y el mar, sino que son obra suya mismamente las tiendas de ultramarinos, el Banco de España, las casas donde vivimos y, pongo por caso, los puestos de verdura… Todo es de Dios. (…)

- Lo que yo digo, Nina, es que las cosas son del que las tiene…, y las tiene todo el mundo menos nosotras… ¡Ea!, date prisa, que siento debilidad. ¿En dónde me pusiste las medicinas?... Ya, están sobre la cómoda. (…) ¿Pero has visto lo que hace Dios conmigo? ¡Si esto parece burla! Me ha enfermado de la vista, de las piernas, de la cabeza, de los riñones, de todo menos del estómago. Privándome de recursos, dispone que yo digiera como un buitre. 

- Lo mismo hace conmigo. Pero yo lo llevo mal, señora. ¡Bendito sea el Señor, que nos da el bien más grande de nuestros cuerpos: el hambre santísima! 



Además de la miseria material (la pobreza de la que hablan), todas estas personas muestran una profunda miseria espiritual. El caso más extremo es precisamente el de los amos de Benina: se muestran como unas gentes ingratas que, cuando mejoran económicamente, la abandonan a su suerte porque ya no les resulta útil.

Un día, Benina y Almudena (un ciego amigo con el que comparte sus preocupaciones y miserias) son detenidos por la policía que persigue la mendicidad. Coincide además con un giro inesperado de la acción: se anuncia a doña Francisca que le ha correspondido una cuantiosa herencia. La viuda, con sus hijos, yerno y nuera, se disponen a cambiar de vida, libres al fin de privaciones. Pues bien, cuando Benina sale del calabozo, doña Paca y los suyos -que han descubierto la vida mendicante de la fiel criada- se avergüenzan de ella y la abandonan a su suerte, demostrando una profunda miseria espiritual (que supera a la anterior miseria material). Benina, sin embargo, no protesta, no se impone. Pero no se resiste a ver una vez más a su señora. 

“Debe decirse que el ingrato proceder de doña Paca no despertaba en Nina odio ni mala voluntad, y que la conformidad de esta con la ingratitud no le quitaba las ganas de ver a la infeliz señora, a quien entrañablemente quería, como compañera de amarguras en tantos años. Ansiaba verla, aunque fuese de lejos, y llevada de esta querencia, se llegó a la calle de la Lechuga para atisbar a distancia discreta si la familia estaba en vías de mudanza o se había mudado ya. ¡Qué a tiempo llegó! Hallábase a la puerta el carro, y los mozos metían trastos en él con la bárbara presteza que emplean en esta operación. Desde su atalaya reconoció Benina los muebles decrépitos, derrengados, y no pudo reprimir su emoción al verlos. Eran casi suyos, parte de su existencia, y en ellos veía, como en un espejo, la imagen de sus penas y alegrías; pensaba que si se acercase, los pobres trastos habían de decirle algo o que llorarían con ella. Pero lo que la impresionó vivamente fue ver salir por el portal a doña Paca y a Obdulia (su hija). 

Turbada y confusa, Nina se escondió en un portal para ver sin ser vista. ¡Qué desmejorada encontró a doña Francisca! Llevaba un vestido nuevo; pero de tan nefanda hechura, como cortado y cosido de prisa, que parecía la pobre señora vestida de limosna. Cubría su cabeza con un manto, y Obdulia ostentaba un sombrerote con disformes ringorrangos y plumas. Andaba doña Paca lentamente, la vista fija en el suelo, abrumada, melancólica, como si la llevaran entre guardias civiles (…)

- ¡Pobre señora mía! -dijo al ciego en cuanto se reunió con él—. La quiero como hermana, porque juntas hemos pasado muchas penas. Yo era todo para ella y ella todo para mí. Me perdonaba mis faltas y yo le perdonaba las suyas… ¡Qué triste va, quizá pensando en lo mal que se ha portado con la Nina! Parece que esté peor del reúma, por lo que cojea, y su cara es de no haber comido en cuatro días. Yo la traía en palmitas, yo la engañaba con buena sombra, ocultándole nuestra miseria y poniendo mi cara en vergüenza por darle de comer conforme a lo que era su gusto y costumbre… En fin, lo pasado, como dijo el otro, pasó. Vámonos, Almudena, vámonos de aquí (…) Andando, andando, hijo, se llega de una parte del mundo a otra, y si por un lado sacamos el provecho de tomar el aire y de ver cosas nuevas, por otro sacamos la certeza de que todo es lo mismo y que las partes del mundo son, un suponer, como el mundo en junto; quiere decirse que, en dondequiera que vivan los hombres, o, verbigracia, mujeres, habrá ingratitud, egoísmo, y unos que manden a los otros y les cojan la voluntad. Por lo que debemos hacer lo que nos manda la conciencia y dejar que se peleen aquellos por un hueso, como los perros; los otros por un juguete, como los niños, o estos por mangonear, como los mayores, y no reñir con nadie, y tomar lo que Dios nos ponga delante, como los pájaros…

Nina ya no siente rencor, sino desprecio por la vanidad de los seres humanos. Al final de la novela, ella se muestra orgullosa del deber cumplido y siente que el bien ha triunfado sobre el mal. 

"Las adversidades se estrellaban ya en el corazón de Benina, como las vagas olas en el robusto cantil (escalón en la costa). Rompíanse con estruendo, se quebraban, se deshacían en blancas espumas, y nada más. Rechazada por la familia que había sustentado en días tristísimos de miseria y dolores sin cuento, no tardó en rehacerse de la profunda turbación que ingratitud tan notoria le produjo; su desprecio de la humana vanidad la ponía; vio en ridícula pequeñez a los seres que la rodeaban, y su espíritu se hizo fuerte y grande. Había alcanzado glorioso triunfo; sentíase victoriosa, después de haber perdido la batalla en el terreno material. " 




martes, 14 de febrero de 2023

LA NOVELA REALISTA: Clarín, La Regenta.



Leopoldo Alas Clarín fue un intelectual de ideas liberales. A los 31 años publicó su obra maestra, La Regenta, donde realiza una crítica a la sociedad hipócrita y corrupta de la España del siglo XIX.

La historia comienza en la provinciana ciudad de Vetusta (nombre que oculta la ciudad de Gijón). Así comienza la novela:

"La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles, que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina, revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles..."



La joven y hermosa Ana Ozores (La Regenta) viene de una infancia en soledad (perdió pronto a sus padres y fue educada estrictamente). Es portadora, ya desde su adolescencia, de la mala fama de su madre, y luchará por evitar ser, como su familia, la comidilla de la sociedad. Por eso ha aceptado casarse con el anciano regente de la Audiencia Provincial de Vetusta, don Víctor Quintanar. Aunque esperaba encontrar la tranquilidad y el respeto que no ha tenido hasta entonces, en realidad vive en una infelicidad y frustración constantes. 


Así recuerda Ana su infancia (al quedarse huérfana, fue recogida y criada por unas tías suyas): 

"Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejóse caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes. (...) Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados. 
Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la oscuridad, y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana, que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad, para la pobre niña. Entonces debía de tener, según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado y aquel dolor aún la enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublevaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. (...) Nunca habían oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba algo parecido dondequiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y hermoso; debía de ser un terranova. ¿Qué habría sido de él? El perro se tendía al sol, con la cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente.(...) Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa buscando consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias.

Pronto siente la frustración en su matrimonio. Pasan los años y el marido de Ana no hace otra cosa que dedicarse a la caza y a leer obras de teatro barroco, sin prestar la menor atención a la joven, que se siente frustrada como mujer y también en su instinto maternal. Además, en la pequeña y vulgar ciudad de Vetusta siente que se ahoga y algo se rebela en su interior:

"Pero no importaba, ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablaban todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena de vivir, había oído y leído muchas veces. Pero, ¿qué amor?, ¿dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su luna de miel había sido una excitación inútil, una alarma de los sentidos, un sarcasmo en el fondo (...)
Y la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas rápidas delante de la luna... ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron: Ana vio que la luna era la que corría a caer en aquella sima de oscuridad, a extinguir su luz en aquel mar de tinieblas. 
Lo mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la oscuridad del alma, sin amor, sin esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!
De lo que estaba convencida era de que en Vetusta se ahogaba; tal vez el mundo entero no fuese tan insoportable como decían los filósofos y los poetas tristes; pero lo que es de Vetusta, con razón se podía asegurar que era el peor de los poblachones posible con deleite que no se ocultaba. Un mes antes había pensado que el Magistral iba a sacarla de aquel hastío, llevándola consigo, sin salir de la catedral, a regiones superiores, llenas de luz (...)"




Para vencer el aburrimiento y dar sentido a su vida, Ana se refugia en la religión: quiere vivir la santidad (como Santa Teresa de Jesús) y para ello pone su confianza en su guía espiritual, Magistral don Fermín de Pas, su confesor. A pesar de su cargo religioso, este se muestra como un personaje controlador, con ansias de poder y dominar a todos los vetustenses, pero en especial a Ana Ozores. La belleza y personalidad de Ana despiertan en él verdaderos sentimientos pasionales. 



Por otro lado, en medio de la monotonía y aburrimiento de Vetusta, Ana conoce a don Álvaro Mesía, hombre frívolo y mujeriego (un donjuán viejo y provinciano). Ana, un poco confundida en sus sentimientos, se siente seducida por él, aunque a él lo guía más su propia vanidad que el amor. De hecho, a pesar de ser el jefe del partido liberal de Vetusta, no representa valores idealistas y revolucionarios, sino que se muestra como un hombre materialista, superficial y cómplice de los intereses de las clases conservadoras. 


Durante mucho tiempo, Ana Ozores lucha en su interior contra esta fuerza pasional, amparándose en su espiritualidad y en los consejos del Magistral, quien siente verdaderos celos

Don Fermín bajaba del campanario, donde, según solía de vez en cuando, había estado registrando con su catalejo los rincones de las casas y de las huertas. Había visto a la Regenta en el parque pasear, leyendo un libro que debía de ser la historia de santa Juana Francisca, que él mismo le había regalado. Pues bien, Ana, después de leer cinco minutos, había arrojado el libro con desdén sobre un banco. 
- ¡Oh! ¡oh! ¡Estamos mal! –había exclamado el clérigo desde la torre conteniendo en seguida la ira, como si Ana pudiera oír sus quejas.

Después habían aparecido en el parque dos hombres, Mesía y Quintanar. Don Álvaro había estrechado la mano de la Regenta, que no la había retirado tan pronto como debiera; “¡aunque no fuese más que por estar viéndolos él!”. Don Víctor había desaparecido y el seductor de oficio y la dama se habían ocultado poco a poco entre los árboles, en un recodo de un sendero. El Magistral sintió entonces impulsos de arrojarse de la torre. Lo hubiera hecho a estar seguro de volar sin inconveniente. 

Ana pasa por varias crisis espirituales en esta lucha de sentimientos entre su instinto natural (el amor que le ofrece Mesía) y la fuerza de la opresión social y religiosa (que representa el Magistral). Mientras, la sociedad de Vetusta, regida por la envidia, la inmoralidad y la hipocresía, espera que Ana caiga en el fango de la infidelidad

"Ana se sentía caer en un pozo, según ahondaba, ahondaba en los ojos de aquel hombre que tenía allí debajo; le parecía que toda la sangre se le subía a la cabeza, que las ideas se mezclaban y confundían, que las nociones morales se deslucían, que los resortes de la voluntad se aflojaban; y viendo como veía un peligro, y desde luego una imprudencia en hablar así con don Álvaro, en mirarle con deleite que no se ocultaba, en alabarle y abrirle el arca secreta de los deseos y los gustos, no se arrepentía de nada de esto, y se dejaba resbalar, gozándose en caer, como si aquel placer fuese una venganza de antiguas injusticias sociales, de bromas pesadas de la suerte, y sobre todo de la estupidez vetustense que condenaba toda la vida que no fuese la monótona, sosa y necia de los insípidos vecinos de la Encimada y la Colonia. 
Ana sentía deshacerse el hielo, humedecerse la aridez; pasaba la crisis, pero no como otras veces, no se resolvería en lágrimas de ternura abstracta. (...)"



Finalmente, los sentimientos de ella se imponen (tras percatarse de que el Magistral don Fermín trataba de seducirla). Mesía logra su propósito, a pesar de las reticencias de Ana y del peligro dentro de la casa que suponía la altiva y resentida sirvienta de los Ozores, Petra

"No faltaba más que lo peor, persuadir a la Regenta a que abriera el balcón. Como a ella no se le podía hablar de las garantías de seguridad que don Álvaro tenía dentro de la casa, nada o poco se podía oponer a los argumentos relativos a las sospechas probables de la antipática Petra. Pero al fin don Álvaro, que había triunfado de lo más, triunfó de lo menos: llegó a comprender Ana que era imposible, y tal vez ridículo, negarse a recibir en su alcoba a un hombre a quien se había entregado ella por completo. Mucho valía la castidad del lecho nupcial, o exnupcial mejor dicho, pero ¿no valía más la castidad de la esposa misma? Entre estos sofismas, la pasión y la constancia en el pedir dieron la victoria a Mesía, que si no pudo acallar los sobresaltos de Ana, quien a cada ruido creía sentir el espionaje de Petra, conseguía a menudo hacerla olvidarse de todo para gozar del delirio amoroso en que él sabía envolverla, como en una nube envenenada con opio. 
Y así pasaban los días, asustada Ana de que tan poco después de la caída fuese ella capaz de recibir a un hombre en su alcoba, ella, que tantos años había sabido luchar antes de caer."
 
Finalmente, Petra, llena de odio hacia Ana, le cuenta la infidelidad al esposo, Quintanar. Este fustigado por el vengativo Magistral -que se cree asimismo traicionado por la que considera en propiedad "su mujer"-, reta en duelo a don Álvaro: 

"Cuando llegaron a la meseta, lugar del duelo, don Víctor y los suyos encontraron solo el terreno. Quince minutos después aparecieron entre los árboles desnudos don Álvaro y sus padrinos. Mesía estaba hermoso con su palidez mate, y su traje negro cerrado, elegante y pulquérrimo. 
A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo. En aquel instante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono!, ¡perdono...!, como Jesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo, pero desfallecía de tristeza; ¡qué amarga era la ironía de la suerte! ¡Él, él iba a disparar sobre aquel guapo mozo que hubiera hecho feliz a Anita, si diez años antes la hubiera enamorado! ¡Y él... él, Quintanar, estaría a estas horas tranquilo en el Tribunal Supremo o en la Almunia de don Godino...! Todo aquello de matarse era absurdo... Pero no había remedio. La prueba era que ya le llamaban, ya le ponían la pistola fría en la mano..." (...) Mesía mismo se explicaba mal cómo había llegado hasta allí. 
Pensando en esto, y mientras apuntaba a don Víctor, sin verle, sin ver nada, sin fuerza para apretar el gatillo, oyó tres palmadas rápidas y enseguida una detonación. La bala de Quintanar quemó el pantalón ajustado del petimetre (persona que se preocupa mucho de su compostura y las modas). 
Mesía sintió de repente una fuerza extraña en el corazón; era robusto, la sangre bulló dentro con energía. El instinto de conservación despertó con ímpetu. "Había que defenderse. Si el otro volvía a disparar iba a matarle; ¡era don Víctor, el gran cazador!"
Mesía avanzó cinco pasos y apuntó. En aquel instante se sintió tan bravo como cualquiera. ¡Era la corazonada! El pulso estaba firme; creía tener la cabeza de don Víctor apoyada en la boca de su pistola; suavemente oprimió el gatillo frío y... creyó que se había escapado el tiro. "No, no había sido él quien había disparado, había sido la corazonada."
Ello era que don Víctor Quintanar se arrastraba sobre la yerba cubierta de escarcha, y mordía la tierra.




Mesía, muestra su cobardía huyendo a Madrid y dejando a Ana a merced de la cruel sociedad de Vetusta. De hecho, toda la ciudad de Vetusta reacciona ante el adulterio de Ana Ozores con una actitud bastante hipócrita, que oculta la envidia: 

“Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les causaba aquel escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste. Pero ostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido. ¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, un ex-regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga! (…) Ya se sabía que muchas damas principales de la Encimada y de la Colonia engañaban o habían engañado o estaban a punto de engañar a su respectivo esposo, ¡pero no a tiros! La envidia que hasta allí se había disfrazado de admiración, salió a la calle con toda la amarillez de sus carnes."

La Regenta queda reducida nuevamente, y esta vez para siempre, a la soledad más absoluta, no solo sentida en su interior, pues toda Vetusta le da la espalda, incluido su confesor. Así termina la novela:

"Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada. Celedonio (sacristán) sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.
     Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.
     Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo." 






Para repasar las características que hemos visto sobre el Realismo y conocer mejor la obra de Clarín, vamos a ver un vídeo bastante ilustrativo titulado El Realismo y La Regenta.






En este otro vídeo, publicado por la Uned, encontramos un perfecto análisis de la obra y de sus protagonistas: