La voz narrativa de José María Arguedas tiene el poder de retratar pequeños espacios que condensan la identidad de su Perú natal, atrapando al lector en un universo del que es difícil escapar. Hace más de veinte años leí Los ríos profundos. Aún conservo en el recuerdo la mirada inocente de ese niño que iba encontrando sus raíces en lo más profundo de su cultura. El lenguaje de esa novela iniciática, salpicada de palabras en quechua, marcó un hito en mis incursiones por la narrativa latinoamericana.
Algo similar ha ocurrido ahora con El Sexto, título que alude a uno de los centros penitenciarios más sórdidos de Perú. Ambientada a finales de la década de los 30 del siglo pasado, la novela recoge en su interior una fotografía oscura e inmunda, pero real, de la sociedad peruana.
Entramos en la cárcel junto a Gabriel, el narrador (alter ego del propio José María Arguedas que vivió un episodio similar), un estudiante con ideales izquierdistas, pero que no pertenece a ningún partido político. Es un soñador, como lo califican tanto los apristas como los comunistas enfrentados ideológicamente dentro del penal. Allí, de la mano de su compañero de habitación, el sabio y enfermo Cámac, vamos descubriendo con los inocentes ojos de Gabriel el nauseabundo ambiente claustrofóbico, las barbaridades y los atropellos de la prisión. En esa olla a presión, las pasiones, los enfrentamientos, las vivencias, son extremos, y hasta la propia ubicación de los presos, marca las reglas internas que ellos mismos se han dado, basadas en los “delitos” cometidos por cada uno.
En el primer piso se mueven, como si de rebaños idiotizados se tratara, los llamados vagos (el propio Arguedas jugando con el título, les adjudica el sexto pecado, ligado al sexo). Representan lo más bajo de la sociedad: ladrones, pequeños delincuentes o simples desechos sociales, condenados aquí a un tipo de supervivencia, que los acaba deshumanizando. Mientras tanto, en el tercer piso se sitúan los políticos, respetados por su condición intelectual por el resto de presos, separados de los de abajo, y que se limitan a mirar, asomados a sus barandas, el espectáculo degradante con el que los más fuertes someten a los más débiles. Hasta que sucede algo que les remueve las conciencias. A pesar de todo lo que han visto y de las reglas que imperan en los de más abajo, un negocio sexual, una muerte atroz, un caso de homofobia extremo, hace que finalmente bajen y se impliquen. Es entonces cuando apristas y comunistas dejan de lado sus enfrentamientos dialécticos basados en leves matices ideológicos y se aúnan, tomando conciencia de una lucha común: la defensa de los más básicos derechos humanos. Así, bajan para reclamar ante las autoridades un poco de dignidad. Veremos, no obstante, la insólita respuesta de los encargados de esta prisión. Y es que la mayor condena en el Sexto no es la falta de libertad, sino la visión continuada de ese espectáculo de horrores, violencia y falta de humanidad, un espectáculo que los guardias y jefes de la prisión consienten y propician. Finalmente, con Gabriel a la cabeza, los presos acaban tomándose la justicia por su mano. Así son las leyes internas en el Sexto.
Cuando la novela llega a su fin, Gabriel ya no es aquel inocente soñador que entró. Ahora él también es parte de ese mundo claustrofóbico y asume su propio papel: hablar, y cantar, con esperanza, sobre un Perú mejor, no basado en extremas ideologías comunistas, sino anclado en el concepto de ternura y compasión que le infunde el pasado. Y es que el otro gran lenguaje de la novela es la música. Como una banda sonora lastimera y a veces sanadora, la música tradicional peruana inunda la prisión (el pianista, los cantos fúnebres, etc.), recogiendo la pasión del autor por la cultura indígena y como única esperanza de un futuro para Perú asentado sobre las raíces de sus ancestros.
Sin duda, otra novela de Arguedas para recordar: a pesar del angustioso recorrido que, como lector, suponen algunas de sus páginas, un halo de esperanza y humanidad trasciende al cerrar el libro y salir del Sexto.
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