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Vicente Blasco Ibáñez es el novelista valenciano más
destacado del Realismo. Destacan sus novelas valencianas: Arroz y tartana, La barraca, Entre naranjos, Cañas y barros.
En ellas, intenta llevar al
entorno valenciano los presupuestos del Naturalismo. La mayoría de ellas muestran
cómo la tierra y la dureza de las condiciones de vida determinan el carácter y
la actuación de los personajes (muchas veces violenta), es decir, el tema del determinismo social.
Vamos a conocer el argumento de La
barraca a partir de la lectura de algunos fragmentos:
"El libro se desarrolla en la Valencia rural
de finales del siglo XIX. Describe con precisión las duras condiciones de
vida de la población campesina y agrícola. El tío Barret se ve
imposibilitado de seguir trabajando la huerta que habían cultivado sus
antepasados durante generaciones al no poder pagar el arrendamiento al
propietario de la tierra, D.Salvador. Como consecuencia, todos los
vecinos de la aldea, con Pepeta y Pimentó a
la cabeza se conjuran para impedir que nadie vuelva a trabajar en esa parcela.
Hasta que llega Batiste y su familia (su mujer Teresa y
sus hijos Roseta, Batistet y Pasqualet más
dos pequeños a los que nunca se pone nombre) que, acuciados por la necesidad,
se instalan en la finca abandonada y acceden a cultivarla a cambio de
dos años de carencia en el pago del arrendamiento correspondiente. A partir de
ese momento se verán infatigablemente acosados por el resto de la comunidad,
que los acusaba de plegarse a las exigencias del terrateniente perjudicando con
ello los intereses del colectivo.
El hostigamiento llega a su punto culminante cuando los hijos
pequeños de la familia Batiste tienen un enfrentamiento con otros
niños de la aldea, como consecuencia del cual el pequeño Pasqualet fallece.
Un sentimiento de culpa y compasión invade la comunidad.
Pero será temporal. Batiste se enfrenta a Pimentó en
una trifulca tabernaria y pocos días después, al ser Batiste disparado,
responde hiriendo de muerte a su agresor, el mismo Pimentó. Las
represalias no se hacen esperar: la barraca donde habitan los Batiste es
incendiada y ellos se ven en la obligación de abandonar el pueblo".
Y aquí podemos leer un fragmento de la misma (descripción
detallada del ambiente, condicionante del comportamiento de los personajes):
Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos.
Rodaba el canto del gallo de barraca en barraca. Los campanarios de los pueblecitos
devolvían con ruidoso badajeo el toque de misa primera que sonaba a lo lejos,
en las torres de Valencia, esfumadas por la distancia. De los corrales salía un
discordante concierto animal: relinchos de caballos, mugidos de vacas, cloquear
de gallinas, balidos de corderos, ronquidos de cerdos; un despertar ruidoso de
bestias que, al sentir la fresca caricia del alba cargada de acre perfume de
vegetación, deseaban correr por los campos.
El espacio se empapaba de luz; disolvíanse las sombras, como tragadas
por los abiertos surcos y las masas de follaje. En la indecisa neblina del
amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de moreras y
frutales, las ondulantes líneas de cañas, los grandes cuadros de hortalizas,
semejantes a enormes pañuelos verdes, y la tierra roja cuidadosamente labrada.
Animábanse los caminos con filas de puntos negros y movibles,
como rosarios de hormigas, marchando hacia la ciudad. De todos los extremos de
la vega llegaban chirridos de ruedas, canciones perezosas interrumpidas por el
grito que arrea a las bestias, y de vez en cuando, como sonoro trompetazo del
amanecer, rasgaba el espacio un furioso rebuzno del cuadrúpedo paria, como
protesta del rudo trabajo que pesaba sobre él apenas nacido el día.
En las acequias conmovíase la tersa lámina de cristal rojizo con
chapuzones que hacían callar a las ranas; sonaba luego un ruidoso batir de
alas, e iban deslizándose los ánades lo mismo que galeras de marfil, moviendo
cual fantásticas proas sus cuellos de serpiente.
(...)
En
el centro de estos campos desolados, que se destacaban sobre la hermosa vega
como una mancha de mugre en un manto regio de terciopelo verde, alzábase la
barraca, o más bien dicho, caía con su montera de paja despanzurrada, enseñando
por las aberturas que agujerearon el viento y la lluvia su carcomido costillaje
de madera. Las paredes, arañadas por las aguas, mostraban sus adobes de barro
crudo, sin más que unas ligerísimas manchas blancas que delataban el antiguo
enjarbergado. La puerta estaba rota por debajo, roída por las ratas, con
grietas que la cortaban de un extremo a otro. Dos o tres ventanillas,
completamente abiertas y martirizadas por los vendavales, pendían de un solo
gozne, e iban a caer de un momento a otro, apenas soplase una ruda ventolera.
Aquella
ruina apenaba el ánimo, oprimía el corazón. Parecía que del casuco abandonado
fuesen a salir fantasmas en cuanto cerrase la noche; que de su interior iban a
partir gritos de personas asesinadas; que toda aquella maleza era un sudario
ocultando debajo de él centenares de cadáveres.